Seth Ackerman
06/01/2017
Con el triunfo de Donald Trump, necesitamos repensar seriamente en lo que se necesitaría para formar una organización democrática arraigada en la clase trabajadora.
Cuando Bernie Sanders anunció que se presentaría a presidente como un “socialista democrático”, pocos creyeron que llegaría lejos. De pronto, contra toda expectativa, Sanders atrajo multitudes masivas, recibió altos grados de simpatía en casi todas las categorías demográficas (incluyendo su apabullante apoyo entre la gente joven) y recaudó cientos de millones de dólares para la campaña provenientes de pequeñas donaciones. No menos importante, estuvo a pocos puntos porcentuales de derrotar a Hillary Clinton, líder en cabeza una vez se asumió que era inexpugnable.
Liderada por un candidato que nunca se había presentado como demócrata antes y que ha rechazado hacerlo en el futuro, la campaña de Sanders ha revivido la esperanza de que es posible una política electoral seria a la izquierda del Partido Demócrata.
La cuestión es qué significaría dicha política en la práctica.
La cuestión no es nueva, y hasta ahora el debate se ha desplegado en líneas que nos son familiares. Los partidarios de una “política de tercer partido” que respaldaron a Sanders en las primarias, como la concejal de Seattle Kshama Sawant, continuaron apoyando al candidato del Partido Verde Jill Stein. Mientras tanto, los vetero-opositores de la vía del tercer partido, como el columnista socialista-democrático Harold Mverson, han defendido que la izquierda debería centrarse en intentar cambiar el Partido Demócrata desde dentro.
Otros han exigido un enfoque diferente, no estando ni completamente dentro ni completamente fuera del Partido Demócrata. Pero pocas propuestas concretas han sido discutidas por ahora.
El actual momento político ofrece una oportunidad para llenar algunos de esos vacíos – para avanzar nuevas estrategias electorales para un partido de izquierdas independiente arraigado en la clase trabajadora.
Pero no llegaremos muy lejos a menos que confrontemos seriamente el carácter excepcional del sistema de partidos americano, y las leyes sumamente represivas que lo afianzan.
Lecciones del Partido Laborista
El último mayor intento de constituir un vehículo nacional para las políticas de clase trabajadora fue el Partido Laborista (Labor Party) fundado hace veinte años. Bajo el liderazgo de Tony Mazzocchi, presidente del Sindicato de Trabajadores del Petróleo, Químicos y Atómicos, los organizadores del partido obtuvieron apoyo de otros sindicatos mayoritarios y sindicalistas de base, y celebraron su congreso fundacional en 1996.
La historia del Partido Laborista no es muy conocida en el ancho mundo progresista. Pero como el mayor esfuerzo reciente del trabajo organizado por constituir un partido independiente, es una historia que debería interesar a cualquiera que desee ver un revival de las políticas de izquierda, porque en la izquierda sólo los sindicatos tienen el tamaño, la experiencia, los recursos y las conexiones con los millones de trabajadores necesarios para organizar un proyecto electoral permanente de escala nacional.
De acuerdo a todos los testimonios fue un esfuerzo inspirador que pareció, por un momento, presagiar un renacimiento para la izquierda trabajadora. Pero el partido perdió su impulso justo unos años después de su fundación. En 2007 ya había efectivamente dejado de existir.
En una historia del partido basada en entrevistas con sus principales partícipes, el activista del LP Jenny Brown citaba dos factores clave para explicar su declive. El primero era el debilitamiento del propio movimiento obrero después del 2000, especialmente de los sindicatos industriales que habían formado su núcleo original.
Pero la segunda y más inmediata razón era esencialmente política: el partido falló intentando atraer el apoyo suficiente de los sindicatos nacionales mayoritarios. Eso no se debió a alguna debilidad poderosa por el Partido Demócrata por parte de los líderes sindicales de ese tiempo, o porque se opusieran a la idea de un partido obrero por principio. Como dijo Mazzocchi en 1998: “Nunca he visto decir a un líder obrero que se opusiera a un partido obrero”.
En lugar de ello, el problema emergió del viejo dilema del sistema bipartidista americano: presentar candidatos contra los demócratas supone arriesgarse a que salgan elegidos los republicanos anti-laboristas. Para los sindicatos cuyos miembros tenían mucho que perder con ello, ese riesgo se consideraba demasiado alto.
A pesar de la dedicación de sus organizadores, el Partido Laborista no tuvo éxito. Pero sus fundadores llevaban razón al creer que un partido genuinamente independiente, en vez de una mera facción informal de los demócratas, es indispensable para una política de clase trabajadora exitosa.
Hoy podemos aprender algunas lecciones de su esfuerzo. Un verdadero partido de clase trabajadora debe ser democrático y controlado por sus afiliados. Debe ser independiente – marcando su propio programa y educando en torno a él. En realidad debería competir en las elecciones. Y sus candidatos a representantes públicos deben ser miembros del partido, rendir cuentas ante los afiliados y comprometerse a respetar el programa.
Cada una de estas características juega un papel crucial en la movilización de la gente trabajadora para cambiar la sociedad. El programa presenta una imagen concreta de cómo sería una sociedad mejor. Los candidatos, por concurrir visiblemente en elecciones y ganar votos bajo la bandera del programa, generan un empuje y una sensación de esperanza de que esa sociedad mejor es posible. Y debido al control del partido por parte de sus afiliados, la gente trabajadora puede tener confianza en que el partido está actuando sinceramente de su parte.
Pero nótese lo que falta en esta lista: no hay mención alguna a una línea de votación separada.
El Partido Laborista siempre asumió que un partido obrero genuinamente independiente debe tener una línea de votación separada. Esa asunción fue un error.
La asunción levantaba un dilema intratable: si el partido tomaba una línea separada y presentaba candidatos contra los correspondientes demócratas, esto destruiría las relaciones con los funcionarios del partido demócrata, que de otra manera podrían simpatizar con los sindicatos, y, por lo tanto, perdería el apoyo de los sindicatos que dependiese de esos funcionarios.
Por otro lado, si no presentaba candidatos – y esta fue la senda elegida finalmente – la pregunta molesta emergería: en primer lugar, ¿para qué sirve el así llamado “partido”? La pregunta acabó espoleando interminables debates internos sobre si había que, y cuándo, presentar candidatos. Y, al final, por no presentarse a las elecciones, el partido falló en dar a los trabajadores una razón para, de entrada, prestar atención a la organización.
El dilema saltó de forma clara en las memorias de los veteranos del Partido Laborista. “El Partido Laborista tenía que empezar con la seguridad de que no jugaría una política aguafiestas y que primero se centraría en construir la masa crítica necesaria para la intervención electoral seria” recalcó en una entrevista reciente el viejo organizador nacional del LP, Marc Dudzic. Sin embargo, como le contó Les Leopold del Instituto del Trabajo a Brown, esa senda finalmente llevó a la irrelevancia: “No es fácil para los americanos entender un partido que no es electoral. Yo creo que esa fue una apuesta difícil”.
“Visto retrospectivamente” concluyó Dudzic, “yo creo que fue prematuro para nosotros unirnos en una formación de partido sin una comprensión clara de cómo trataríamos el asunto de las elecciones”.
“Sólo en los EEUU”
Los organizadores del Partido Laborista no fueron los primeros en preocuparse sobre convertirse en una fuerza aguafiestas electoralmente – las discusiones sobre la política de tercer partido se han centrado en este problema durante décadas. No obstante, la historia muestra que, frente a la creencia popular, el problema del aguafiestas no es insalvable. De hecho, los activistas sindicales de otros países que organizaron los exitosos partidos obreros del siglo XIX y XX enfrentaron el mismo dilema: la perspectiva de dividir el voto y provocar una derrota para los partidos mainstream que simpatizan con el mundo del trabajo (normalmente partidos liberales).
Pero esos activistas y sus aliados perseveraron, y a medida que esos partidos obreros ganaron fuerza, eso de ser un aguafiestas se fue convirtiendo gradualmente en una amenaza para los partidos mainstream. En ese momento, en aras de la auto-preservación, los partidos liberales se acomodaron para dejar hueco a los nuevos, ya fuera creando pactos electorales defensivos (en los cuales los dos partidos acordaban no presentar candidatos contra el otro en determinados distritos) ya fuese obligando a aceptar sistemas de representación proporcionales. Eso dio a los partidos obreros un punto de apoyo inicial en el sistema político.
Pero los Estados Unidos son diferentes. Bajo nuestras leyes electorales del tipo “el ganador se lleva todo”, también tenemos un singular – y especialmente represivo – sistema legal que regula los partidos políticos y la mecánica de las elecciones. Este sistema no tiene nada que ver con la Constitución de los Padres Fundadores. Más bien, fue establecido por los líderes de los partidos mayoritarios, estado por estado, durante un período que se extiende aproximadamente desde 1890 a 1920.
Hasta entonces, permanecía el viejo marco jacksoniano: no había cabinas para el voto secreto, ni papeletas oficiales impresas. Los votantes traían sus propios “votos” y los depositaban en una urna bajo la atenta mirada de los trabajadores del partido y otros espectadores.
Mientras tanto, los partidos – que eran para entonces clubs completamente privados y desregulados, financiados por patrocinadores – elegían sus candidatos por el sistema del caucus: una pirámide de congresos de partido a nivel de condado, de estado y nacional, en los cuales los participantes de los encuentros de menor nivel elegían delegados para asistir a los encuentros de mayor nivel.
En la base de la pirámide había caucus de distrito electoral: reuniones informales, poco publicitadas donde las decisiones sobre qué delegados serían enviados a los congresos del condado eran cerradas por negociaciones privadas entre unos pocos notables locales y clientelistas.
En los años 1880 y 1890, este amigable sistema fue interrumpido por una nueva estirpe de “candidatos chanchulleros”, quienes hacían públicamente campaña por el puesto en vez de ganarse silenciosamente el favor de unos cuantos trabajadores claves del partido. Cuando los caucus locales informales empezaron a convertirse en escenarios de una competición electoral abierta entre facciones rivales, cada uno buscando lucrativos patronazgos, los caucus degeneraron hasta llevar al caos, y a menudo la violencia.
Peor aún, los candidatos que perdían en la elección del partido intentarían ganar las elecciones de todas maneras empleando a sus propios agentes el día de las elecciones para distribuir papeletas de voto trucadas, insertando discretamente sus nombres en las papeletas oficiales del partido.
Los líderes del partido estaban perdiendo el control sobre sus medios tradicionales de mantener un ejército político disciplinado. Su respuesta fue una serie de reformas legales a nivel estatal que transformaron para siempre el sistema político americano, creando la maquinaria electoral que tenemos hoy día.
Represión
De aquí en adelante, los gobiernos estatales supervisarían primarias de los partidos, imprimirían las papeletas oficiales para las primarias y las elecciones generales, y exigirían que el voto fuera llevado a cabo en secreto.
En la sabiduría popular de la política americana, estas primarias directas y las leyes de “papeleta australiana” (esto es, leyes exigiendo papeletas impresas por el gobierno introducidas dentro de una cabina privada) fueron la obra de reformistas progresistas idealistas pretendiendo destituir a los jefes de los partidos y consagrar la soberanía popular. En realidad, fueron adoptadas por los líderes de los partidos mismos cuando tales medidas se adaptaron a sus intereses.
Por supuesto, no hay nada objetable contra el voto secreto con papeletas impresas por el gobierno. Muchos países alrededor del mundo fueron adoptando aproximadamente al mismo tiempo tales reformas de buen gobierno. Pero una vez que la responsabilidad de imprimir las papeletas fue cedida a los gobiernos, hicieron falta algunos mecanismos para determinar quién era un candidato oficial y bajo qué marca de partido.
Este es el punto donde el sistema americano comenzó a divergir salvajemente de las normas democráticas de otros lugares.
Cuando en 1850 en Australia fue adoptada por primera vez en el mundo la papeleta secreta impresa por el gobierno, la ley requería a un potencial candidato a parlamentario presentar un total de dos firmas de apoyo para aparecer en la papeleta. Cuando en 1872 Gran Bretaña adoptó la reforma, su requisito era de diez firmas de apoyo. Pero cuando el primer estado de EEUU, Massachusetts, aprobó una ley de “papeleta australiana” en 1888, se requirió un millar de firmas para los puestos estatales y, en elecciones a nivel de distrito, firmas que alcanzaran el número de al menos el 1% del total de votos emitidos en la última elección.
Aún esos obstáculos fueron leves comparados con lo que vendría después. Durante las tres décadas que siguieron a la entrada de EEUU en la Primera Guerra Mundial, como los partidos socialistas y de la clase trabajadora florecieron a través del mundo industrializado, las élites americanas eligieron resolver el problema con una restricción radical al acceso de las papeletas. Estado tras estado, la petición de requisitos y los plazos de presentación fueron endurecidos y varias formas de abuso legal rutinario, desconocido en el resto del mundo democrático, devinieron la norma.
Las nuevas restricciones vinieron en olas, normalmente siguiendo la entrada de los partidos de izquierdas en el proceso electoral. De acuerdo con los datos recogidos por Richard Winger de Ballot Access News (Noticias de acceso a papeletas) en 1931 Illinois elevó la petición de requisitos para los candidatos a nivel estatal del tercer partido desde el millar de firmas a las veinticinco mil. En California, el requisito se elevó desde el 1% del último voto gubernamental total al 10%. En 1939, Pennsylvania de repente decidió que era importante que las miles de firmas requeridas fueran recogidas únicamente en un período de tres semanas. En Nueva York, de acuerdo con un informe, “las peticiones de los pequeños partidos empezaron a ser impugnadas por defectos de carácter hipertécnico”.
“Aunque estos estatutos han sido atacados desde todos lados” – declaraba un artículo de la Columbia Law Review en 1937 – “su severidad está siendo constantemente incrementada, probablemente porque los intereses oprimidos pocas veces tienen representación en las asambleas legislativas”. De hecho, cuando la asamblea legislativa de Florida encontró avances socialistas y comunistas en las encuestas, respondió en 1931 excluyendo a cualquier partido de las papeletas a menos que hubiesen ganado el 30% del voto en dos elecciones consecutivas; naturalmente, cuando el Partido Republicano falló al enfrentarse a ese test, el estado inmediatamente bajó el umbral.
En comparación en Gran Bretaña aparecer en las papeletas nunca fue una gran preocupación para el recientemente fundado Partido Laborista; el único requisito significativo era un depósito de £150 (instituido por primera vez en 1918) reembolsable, si el candidato ganaba al menos el 12,5% del voto. En su primera elección general en 1900, el partido comenzó con un mero 1,8% del voto nacional. A pesar del presuntamente fatídico problema del aguafiestas, se incrementó gradualmente su porcentaje de voto hasta que sobrepasó a los Liberales como el mayor partido de la izquierda en 1922.
Hoy, en casi todas las democracias establecidas, aparecer en las papeletas es como mucho una preocupación secundaria para los pequeños o los nuevos partidos; en muchos países supone poco más que completar algunos formularios. En Canada, cualquier partido con 250 miembros registrados puede competir en todos los 338 distritos a escala nacional de la Cámara de los Comunes, necesitando cada candidato presentar cien firmas de votantes. En el Reino Unido, un candidato parlamentario necesita presentar diez firmas más un depósito de £500, el cual es reembolsable si el candidato obtiene al menos el 5% del voto. En Australia, un partido con 500 miembros puede presentar candidatos en todos los distritos de la Cámara de los Diputados con un depósito de $770 por candidato reembolsable, si el candidato obtiene al menos el 4% del voto.
En Irlanda, Finlandia, Dinamarca y Alemania, los requisitos de firmas para una candidatura parlamentaria oscilan desde 30 a 250, y hasta un máximo de 500 en los distritos más grandes de Austria y Belgica. En Francia y los Países Bajos, sólo se necesita algo de papeleo.
El Consejo de Europa, el organismo intergubernamental paneuropeo, sostiene un “Código de Buenas Prácticas en Cuestiones Electorales”, el cual cataloga las prácticas electorales que contravienen los estándares internacionales. Tales violaciones a menudo se leen como un manual del procedimiento de elección de EEUU. En 2006, el consejo condenó a la Republica de Bielorrusia[JMA1] por violar la disposición del código que prohibía requerimientos de firmas superiores al 1% de votantes del distrito, un nivel que el consejo considera extremadamente alto; en 2014, Illinois requirió más del triple de ese número para las candidaturas a la Cámara. En 2004, el consejo reprendió a Azerbaijan por regular la prohibición a los votantes de firmar requerimientos para la elección de los candidatos de más de un partido; California y muchos otros estados hacen esencialmente lo mismo.
De hecho, algunos procedimientos electorales de EEUU son desconocidos fuera de las dictaduras: “A diferencia de otras democracias establecidas, los EEUU permiten una serie de normas de acceso a listas para los partidos grandes establecidos y otras diferentes para el resto de partidos”.
Que este sistema de elección americano es excepcionalmente represivo es sentido común entre los expertos. “En ningún lugar es tan grande la preocupación [acerca de la represión del partido en el gobierno] como en los EEUU, de como la influencia partidista es posible en todos los niveles de la competencia electoral”, concluye una encuesta reciente sobre una comparativa de la ley electoral.
“Quizás el caso más claro de manipulación partidista abierta de las reglas es el de EEUU, donde demócratas y republicanos aparecen automáticamente en las listas, pero el tercer partido y los independientes deben vencer un laberinto de engorrosos requerimientos legales”, escribe Pippa Norris, una autoridad electoral internacional de Harvard y director de gobernanza democrática en el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas.
“Uno de los secretos mejor guardados en la política americana”, ha escrito el eminente politólogo Theodore Lowi, “es que el sistema bipartidista ha sufrido una muerte cerebral durante mucho tiempo – mantenido con vida por el apoyo de sistemas como las leyes electorales estatales que protegían a los partidos establecidos de los rivales, y a través de subsidios federales y la reforma del sistema de financiación de partidos. El sistema bipartidista colapsaría en un instante si se le desenchufasen los tubos y se desconectase su respiración asistida”.
Regulación y sus consecuencias
Estas consideraciones muestran los típicos debates sobre los terceros partidos, especialmente en la izquierda, bajo una luz particular.
Usualmente, los defensores de la vía del tercer-partido trazan su estrategia como una respuesta contra el rígido sistema bipartidista; algunas veces incluso castigan a los dudosos como tímidos conformistas. Sin embargo, en el contexto de la ley americana, cuando tales defensores hablan de crear un “partido” independiente, lo que defienden, irónicamente, es optar por someter su organización a un elaborado régimen regulador mantenido, y continuamente manipulado, por los dos partidos mayoritarios.
Este es un problema fundamental para la estraegia del tercer partido: la necesidad de sostener continuamente un estatus electoral – un proceso oneroso en la mayoría de estados – coloca la viabilidad del partido a merced del sistema vigente.
Una historia repleta de advertencias se desplegó el año pasado en Arizona, donde el gobierno controlada por los republicanos, preocupado por la fuerza del Partido Libertario, aprobó una ley que incrementaba de 134 a 3,023 el número de firmas que cada candidato libertario necesitaba para aparecer en su propia papeleta de primarias (esto además de los aros que el propio partido tiene que saltar y atravesar para mantener una línea de votación).
El patrocinador republicano del proyecto de ley, el diputado J.D. Mesnard, explicó amablemente su idea en pleno suelo de la Cámara de Representantes: “Creo que, si miramos las últimas elecciones, había al menos una, puede que dos, sillas de diputados que habrían tenido otro resultado, el resultado que me hubiera gustado que hubieran tenido, si este requisito hubiera existido para entonces”
Otro aspecto específico de la ley de partidos norteamericana levanta temas parecidos: en sus asuntos internos, los partidos cualificados para tener papeleta propia en los EEUU son “de los partidos más exhaustivamente regulados del mundo”.
Normalmente, las democracias consideran a los partidos políticos como asociaciones voluntarias que tienen derecho a la libertad de asociación. Pero las leyes estatales de EEUU dictaminan no sólo el proceso de nombramiento del partido, sino también su estructura de liderazgo, su proceso de selección de tales liderazgos, y muchas otras reglas internas (aunque es cierto que esos mandatos a menudo no son exigidos a los terceros partidos porque se les considera demasiado marginales como para preocuparse por ellos).
En otras palabras, cuando los activistas de un tercer partido buscan tener estatus electoral, a menudo buscan conceder un gran control sobre sus propios asuntos internos a un sistema dominado por el bipartidismo. Es una manera muy peculiar de combatir el sistema bipartidista.
No obstante, las perversas consecuencias de este sistema son incluso más visibles cuando los terceros partidos tienen éxito apareciendo con papeleta propia.
Estos partidos están frecuentemente forzados a dedicar la mayoría de sus recursos no a hacer pedagogía sobre los votantes, o llamar de puerta a puerta el día de las elecciones, sino a llevar a cabo peticiones y juicios para acceder a las papeletas. El constante acoso legal, a su vez, termina ejerciendo un sutil, pero poderoso efecto en el tipo de personas atraídas por la política independiente. A través de un proceso de selección natural, estos obstáculos legales tienden a repeler a organizadores y políticos locales serios y experimentados, atrayendo desproporcionadamente a activistas de determinada mentalidad: desdeñosos de la política práctica y los resultados concretos; menos interesados en organizar o ganar elecciones que en demostrar las injusticias del sistema bipartidista a través del ritual de escribir el nombre de un tercero en la papeleta electoral.
Los partidos oficiales están felices de tener este tipo de gente como oposición, e incluso más felices aún de concederles esta vía segura para su descontento. Y si, inesperadamente, un tercer partido tiene éxito en empezar a crecer, los titulares podrían siempre ponerles un freno, simplemente ajustando la ley.
El Partido Laborista – sabiamente, en mi opinión – adoptó la estrategia de no buscar un estatus electoral hasta que hubiese construido y acumulado la suficiente fuerza como para desafiar creíblemente al Partido Demócrata. Pero enfrentado a los dilemas de un sistema electoral represivo, combinados con el ya mencionado problema del aguafiestas, nunca llegó hasta ese anhelado punto. Al final, el partido buscó y obtuvo una línea de votación una vez, en Carolina del Sur (un estado donde las leyes de votación eran relativamente flexibles), ya en un último esfuerzo casi al final de su vida política. Pero para entonces ya era demasiado tarde, y finalmente el partido escogió no llevar a cabo la campaña electoral en tal estado.
Un lección de esta historia es clara: tenemos que dejar de enfocar nuestra tarea como si los problemas que encarásemos fuesen similares a aquellos que enfrentan, por ejemplo, el Partido Laborista británico en 1900 o el New Democratic Party de Canadá en 1961. En vez de ello, debemos hacernos conscientes de que nuestra situación es más parecida a la que enfrentan los partidos de oposición en sistemas semi-autoritarios, como Rusia o Singapur. En vez de intentar otro asalto frontal suicida, necesitamos construir el equivalente electoral de una guerrilla insurgente. En resumen, debemos pensar sobre la estrategia electoral de una forma más creativa.
¿Aburridos desde dentro?
¿Significa eso que optar por la estrategia defendida por los críticos más progresistas de la vía del tercer partido – en concreto, “trabajar dentro del Partido Demócrata”?
No. O al menos, no en la forma en que se suele entender esa frase.
Es cierto que un número de honestos y comprometidos activistas de izquierdas, o al menos progresistas, fueron candidatos a diputados en la línea de votación de los demócratas en todos los niveles de la política americana. Algunas veces ganan. Y, manteniendo todo lo demás igual, estamos mejor con tales políticos en sus puestos que sin ellos. Así que, en ese sentido restringido, la respuesta podría ser “sí”.
Pero elegir individuos progresistas hace poco por cambiar la amplia dinámica de la política norteamericana o del capitalismo norteamericano. De hecho, puede crear una suerte de efecto placebo: sosteniendo la ilusión de que se está avanzando mientras oscurece el hecho de que ninguno de los partidos está estructuralmente diseñado para reflejar los intereses de la clase trabajadora.
“Trabajar dentro del Partido Demócrata” ha sido el modelo dominante de la acción política progresista desde hace décadas hasta ahora, y sufre de una limitación fundamental: cede toda la agencia real a los políticos profesionales. El buscador de cargos liberal se vuelve un actor indispensable ante el que todos los demás, incluidos los progresistas, deben responder.
Pensemos en Ted Kennedy o Mario Cuomo en los años 1980; Paul Wellstone o Russ Feingold en los años 1990; Howard Dean, Elizabeth Warren, o Bill de Blasio desde los 2000. Cada uno de ellos emerge en el punto de mira en la medida en que persiguen su carrera o buscan el puesto más alto. Cada uno promete representar “el ala democrática del Partido Demócrata”. Cada uno genera una ráfaga de cobertura positiva en los medios progresistas y una onda de entusiasmo dentro de un estrecho círculo de activistas y votantes progresistas.
Orbitando en torno a estos ambiciosos buscadores de cargos están las organizaciones de militantes de base progresistas tales como MoveOn.org, Democracy for America, o Progressive Democrats of America (en una época anterior, la del correo directo, estaban Common Cause, People for the American Way, o incluso la Americans for Democratic Action).
Dirigidas por personal asalariado, estos grupos monitorizan la escena política en busca de valiosos candidatos progresistas o causas legislativas, alertando a sus seguidores con boletines que les instan a “apoyar” a cualquier político progresista que necesite apoyo en ese momento (apoyo, en este sentido, normalmente significa donaciones monetarias, o firmar peticiones por email). Estos grupos por lo general no mantienen normas formales para juzgar la validez de un candidato. E incluso si lo hicieran, no serían responsables ante nadie en su elaboración, y no tendrían poder suficiente para cambiar los objetivos de la política de tales candidatos.
Aunque es demasiado pronto para decirlo, la recientemente creada Our Revolution de Bernie Sanders parece en riesgo de caer en la misma trampa: convertirse en una suerte de intermediario, o bróker, que se sitúa entre un electorado progresista difuso y desorganizado y una serie de ambiciosos progresistas buscadores de cargos que están tras el respaldo de aquellos.
En este modelo de “política sin partidos”, es el político demócrata quien intenta reclutar una base y no al revés. El programa y el mensaje son diseñados por él y nada más que él. Pueden cambiarse a su capricho. Y no hay mecanismo alguno que permita hacer al político responsable ante el (bastante nebuloso) electorado progresista que ha reclutado para su causa.
El enfoque tomado por el Working Families Party (WFP) es diferente, pero también es vulnerable a los problemas de la “política sin partidos”. El WFP ha conseguido un impresionante registro de logros políticos en el estado de Nueva York en el que se localizan, usando el voto “fusionado” – una estrategia de voto prohibida en la mayoría de votos (la prohibición de fusión es otro legado de las reformas electorales bipartidistas de los años 1890). Bajo esta estrategia, un partido menor coloca el nombre de un candidato de un partido mayor en su propia papeleta, deseando que, si el partido mayor gana, el candidato ganador sienta que tiene obligaciones respecto al partido menor debido al número de votos que consiguió gracias a él.
Pero las contradicciones de su respaldo en 2014 al gobernador de Nueva York Andrew Cuomo mostraron cómo la estrategia de fusión de voto del WFP puede colocarle en lo peor de ambos mundos. Por un lado, el partido se mantiene atado a los intereses de los políticos del Partido Demócrata, forzado a apoyar candidatos que no son los suyos, quienes promueven programas muy lejos de sus prioridades, como si fueran una mera facción del Partido Demócrata. Por otro lado, todavía debe preocuparse sobre su línea de votación diferenciada como tercer partido, quedando expuesto a los tipos de problemas de represión electoral que afectan a los marginales terceros partidos.
En un nivel más profundo, el modelo de “política sin partidos” que domina la política progresista hoy día es una consecuencia de la lamentable historia norteamericana de los partidos “internamente construidos”: esto es, partidos organizados por políticos ya establecidos con el único propósito de crear una masa de votantes en torno a ellos. El Partido Demócrata – que en los años 1830 creó una red de poderosos diputados liderados por el senador de Nueva York y poderoso bróker Martin Van Buren – es el caso clásico.
Esto contrasta con los partidos “construidos desde fuera”: organizados por gente común, fuera del sistema, que se junta en torno a una causa y recluta a sus propios representantes para competir electoralmente, con el propósito de ganar el poder que todavía no tienen.
Por razones que no son difíciles de adivinar, los partidos históricos de la izquierda – los verdaderos partidos de la izquierda – han sido, casi sin excepción, construidos desde fuera. Como muestra el historiador Geoff Eley en su historia de la izquierda en Europa:
“Los Partidos de la izquierda a veces se organizaron para ganar elecciones y formar gobierno, pero, más importante aún, ellos organizaron a la sociedad civil sobre la base de que pudiera defender los avances democráticos existentes y pudiera obtener nuevos avances. Ellos magnetizaron a otras causas progresistas y otros intereses en reformar lo existente. Sin ellos, la democracia no habría siquiera empezado”.
Por el contrario, ningún partido construido desde fuera ha tenido importancia en los Estados Unidos a nivel nacional. “Los mayores partidos políticos en la historia de Norteamérica”, escribe Martin Shefter – el primero en introducir esta taxonomía de cómo son construidos los partidos – “y los más conservadores o de centro en Europa” fueron fundados “por políticos que ya tenían posiciones de liderazgo en el régimen anterior y que se comprometieron a movilizar y organizar a seguidores que los apoyaran”.
“La democracia moderna”, en la formulación clásica de E.E. Schattschneider, “es impensable salvo en término de partidos”.
La democracia popular, de trabajadores, por otro lado, es impensable sin partidos construidos desde fuera del sistema político – esto es, por gente que se organice en torno a causas comunes.
¿Qué es un partido democrático?
En un partido genuinamente democrático, los miembros de la organización, el programa y el liderazgo están atados juntos firmemente por una poderosa conexión mutuamente reforzada. Los miembros del partido son su poder soberano; ellos están ahí juntos a través de un interés común o principios compartidos. A través de la deliberación, los miembros establecen un programa para defender esos intereses. El partido educa al público en torno a un programa y sirve, en efecto, como faro por el cual la organización se guía. Finalmente, los miembros eligen a una dirección del partido – incluyendo candidatos electorales –, que responde ante los miembros y está mandatada con el programa.
Podría parecer obvio que estas son las características de un partido verdaderamente democrático. Todavía el partido demócrata no tiene ninguna de ellas.
Empecemos con el hecho más importante sobre el Partido Demócrata: no tiene miembros. Hace unos pocos meses, me sentí halagado por recibir una carta firmada por Debbie Wasserman Schultz, entonces presidenta del Comité Nacional Demócrata [CND], en la cual me instaba a considerar el envio de una donación y de este modo “llegar a ser un miembro del CND”, en sus propias palabras.
¿Estaba ella proponiéndome permitirme votar en la lista de primarias democráticas o era su modo de seleccionar delegados de convención – o, si vamos al caso, el próximo presidente del CND? Obviamente no. Los simples “miembros” no están habilitados para influir en tales decisiones porque no hay miembros reales del Partido Demócrata, cartas de recaudación de fondos aparte. “A diferencia de estas democracias [británica, canadiense, australiana y neozelandesa], donde los miembros se unen a partidos políticos a través de un proceso de afiliación al partido mismo, los miembros del partido en los EEUU han sido descritos como ‘֜una ficción creada por las leyes de inscripción primaria’”.
Así como el Partido Demócrata no tiene miembros reales, ofrece solo la más irrisoria apariencia de un programa: un programa cuatrienal normalmente dictado por un candidato individual (u ocasionalmente negociada con un rival derrotado) a la altura de la histeria de la jornada electoral, un documento que la mayoría de años nadie lee y nadie lo toma nunca en serio como un documento de obligatorio cumplimiento (A nivel estatal, el programa de partido alcanza a menudo niveles alucinantes de desconexión con la política real).
Por supuesto, es verdad que en una democracia constitucional no hay nunca nada que detenga a un representante electo, una vez elegido, de hacer lo contrario de lo que él o ella había prometido. Y en la historia de los partidos políticos de izquierdas no es difícil encontrar ejemplos en los cuales políticos elegidos se han cambiado la chaqueta. Un ejemplo célebre fue Ramsay MacDonald, un fundador del Partido Laborista británico, quien traicionó a su partido después de convertirse en Primer Ministro para unirse con los conservadores y obligar a aceptar recortes drásticos de gasto público en medio de la Gran Depresión.
Pero, dado que MacDonald era responsable ante un partido organizado democráticamente, él podía ser repudiado y expulsado del partido – como lo fue en 1931, mientras aún era Primer Ministro. Durante generaciones, él fue denigrado dentro de los círculos del Partido Laborista: su nombre era sinónimo de traición.
En comparación, supongamos que algún otrora héroe demócrata liberal – digamos, un senador – decidiese incumplir las promesas que él o ella incialmente hubiese hecho a MoveOn.org, o Democracy for America, o sus votantes. Estos grupos – a quienes nadie ha elegido de todos modos – no tendrían poder para imponer disciplina de forma significativa, no digamos, para expulsarles.
¿Entonces ante quién es responsable el senador? En teoría, ante un electoralado al que le llegará el tiempo de la reelección. Pero no ante ningún partido.
Ésta es la rutina con la que nosotros debemos terminar.
Un partido de nuevo cuño
El amplio apoyo a la candidatura de Bernie Sanders, particularmente entre la gente joven, ha abierto la puerta a nuevas ideas sobre cómo formar una organización política democrática enraizada en la clase trabajadora.
Lo que sigue es una propuesta para tal modelo: una organización política nacional que tenga secciones a nivel estatal y a nivel local, un programa obligatorio, una dirección responsable – es decir, que tenga que rendir cuentas a sus miembros -, y candidatos electorales nombrados por todos los niveles a través del país.
Como organización a escala nacional, tendría un aparato de educación nacional, reconocidos líderes y portavoces de nivel nacional, y sus candidatos y otras actividades caerían bajo una única etiqueta reconocida nacionalmente. Y, por supuesto, todos los candidatos estarían obligados a adherirse a la plataforma nacional.
Pero eso podría evitar la trampa de la línea de votación. Las decisiones sobre cómo aparecen los candidatos individuales en las papeletas estarían hechas caso por caso y en base a criterios pragmáticos, dependiendo de las leyes electorales y el color partidario del estado o el distrito en cuestión. En cualquier competición electoral, la organización podría elegir competir en primarias de partidos grandes o pequeños, como independientes no partidistas o incluso, teóricamente, con la línea de votación de la propia organización.
La línea de votación debería entonces ser vista como un asunto secundario. La organización basaría su derecho legal a existir no en las leyes represivas de votación, sino en los derechos fundamentales de libertad de asociación.
Un proyecto de este tipo probablemente no podía ser viable en el pasado debido a las leyes de financiación de campañas. Durante la mayor parte de las últimas cuatro décadas, la Ley sobre las Campañas Electorales Federales (FECA), junto a otras leyes similares en muchos estados, habrían dejado fuera a tales organizaciones con pocas alternativas, excepto para financiarse a través de comités de acción política (PAC). Ese comité de acción política (PAC) habría sido limitado para dar un máximo de $5,000 (el umbral corriente) a cada uno de sus candidatos por elección y restingido a la hora de recibir dinero de los sindicatos o de donaciones individuales superiores a esa cifra. Ese tipo de financiación nunca podría sostener una organización nacional.
Todas estas restricciones no serían aplicadas si, como la DNC o RNC, el grupo se registra como un comité de partido. Pero hay un truco: un grupo solo puede registrarse como un comité de partido si supera el acceso a la lista al nivel estatal (un requisito del cual demócratas y republicanos están exentos), entonces gana una línea de votación y compiten sus candidatos en ella. (Aquí nosotros encontramos una de las muchas razones por las que los académicos han descrito la FECA como una ley de protección de los partidos mayoritarios).
En los años preliminares de la decisión Ciudadanos Unidos de la Corte Suprema de los EEUU en 2010, estas regulaciones estaban ya siendo erosionadas por la emergencia de los así llamados grupos “527”, los cuales evadían las leyes, tomando donaciones ilimitadas para financiar deseembolsos independientes en nombre de candidatos.
Pero en el despertar de Ciudadanos Unidos (y las regulaciones subsiguientes), las restricciones no supusieron un obstáculo serio a todo durante más tiempo. Hoy una organización política nacional podría adoptar el modelo “Carey” de financiación de campaña, validado en 2011 por la decisión de la Corte Federal Carey v. FEC. En este modelo, la organización nacional se incorporaría como una organización de bienestar social 501(c)4, permitiendola promocionar candidatos y comprometerse en campañas explícitamente, mientras acepta donaciones ilimitadas y cantidades ilimitadas de gasto en política educativa. (Estaría incluso, por supuesto, libre de adoptar rigurosas normas de transparencia autoimpuestas, como debería).
Además, estaría permitido establecer un comité de acción política (PAC) que mantenga dos cuentas separadas: una permitida para donar y directamente coodinar con candidaturas individuales (a través del sujeto la Ley sobre las Campañas Electorales Federales (FECA) con límites a la contribución y permitida para solicitar activamente contribuciones solo a los propios miembros de la organización); y otra permitida para aceptar contribuciones ilimitadas y hacer gastos independientes ilimitados en nombre de sus candidatos (no a través de donaciones a los candidatos mismos). Un PAC separado y online que hiciera de “conducto”, sobre el modelo ActBlue, podría agregar pequeñas donaciones y recaudar fondos a gran escala para financiar campañas individuales.
Con un modelo viable de recaudación de fondos inspirado en estas líneas todos los candidatos a escala nacional de la organización, arriba y abajo de la lista, estarían en condiciones de beneficiarse del reconocimiento de su nombre y de actividades educativas. Ello podría servir para publicitar portavoces, mantener debates, establecer una red de afiliados en los campus y designar portavocías a quienes serian reconocidos como sus voces públicas. En los medios y en internet, los votantes estarían continuamente expuestos a sus perspectivas en estos eventos del dia y sus propuestas para el futuro.
Para poner las posibilidades eletorales de esta aproximación en perspectiva, hay que considerar algunos números. En 2014 hubo 1056 competiciones a puestos legislativos del estado (competiciones donde no es obligatorio participar). El ganador medio gastó solo $51,000 para las primarias y las elecciones genrales combinadas. Dos tercios de estas competiciones costaron menos de $100,000. Y en el 36% de todas las competiciones legislativas estatales ese año – al menos en 2,500 puestos – el ganador competía sin oposición.
Pienso que este modelo puede funcionar. Pero como cualquier proyecto, esto no es la panacea. Presentar simplemente los papeles para crear una organización no va a conjurar mágicamente a la existencia a un movimiento enorme y exitoso. Para hacer este trabajo es necesario ser un instrumento real y la voz de los intereses de la clase trabajadora. Y eso significa que una parte significativa del movimiento obrero debería ser su núcleo.
Traducción para SinPermiso: Rodrigo Amírola y Julio Martínez-Cava