Convivir no nos tiene que llevar a la guerra entre nosotros o contra el planeta. Entrevista a Jed Purdy

Jedediah Purdy

28/10/2019

La naturaleza a veces se trata como algo separado de la política, algo que podemos dar por sentado mientras luchamos por cuestiones humanas. El cambio climático ha convertido la naturaleza en algo político (o eso parece).

Pero Jedediah Purdy nos recuerda que, de hecho, siempre ha sido así. Durante dos décadas, Purdy, profesor de derecho en la Universidad de Columbia, ha investigado las creencias políticas que conforman nuestras comprensiones de la naturaleza, los conflictos que se juegan, literalmente, en la superficie de la tierra, y la política humana que rehace el mundo no-humano que hay a nuestro alrededor. En su nuevo libro, This Land Is Our Land: The Struggle for a New Commonwealth, aborda la cuestión de qué significa pertenecer a una tierra (a un país, a una nación, a un lugar) y qué significa convivir con otros en tiempos de nacionalismo y nativismo renovados.

Alyssa Battistoni de Jacobin ha hablado recientemente con Purdy sobre capitalismo y ecología, sobre vida en común y cuidados, y sobre el significado del trabajo ante la crisis ecológica.

AB: El subtítulo del libro es “la lucha por una nueva república [commonwealth][1]”, y antes has dicho que nos enfrentamos a una elección entre “república o barbarie”, haciéndote eco de la famosa frase de Rosa Luxemburgo, “socialismo o barbarie”. ¿A qué te refieres aquí con “república”?

JP: Uso “república” para capturar una visión moral de la economía política. La idea es que convivir en este lugar no nos debería llevar a la guerra entre nosotros o contra el planeta. Yo no debería verme impelido a considerarte como una competidora a batir o como una oportunidad de beneficio a explotar. Mi vida segura no debería depender de tu fracaso o de tu endeudamiento o de tu explotación. Una república honraría todo aquel trabajo bueno y necesario: los cuidados, la enseñanza, la asistencia de los ancianos, las ocupaciones que producen alimento –el tipo de trabajo que hace que el mundo funcione–. Y la república tiene una dimensión ecológica: nuestras vidas cotidianas no deberían, en conjunto, destruir el mundo vivo que nos rodea.

Una república sería una especie de opuesto del mundo económico que tenemos ahora, que nos lanza a una tragedia constante. Solamente vivir ya implica agotar el planeta y, a menudo, abusar de otros: mediante la economía de pequeños encargos, mediante cadenas de suministro explotadoras, mediante una economía que es desigual y, para tanta gente, aterradora y peligrosa.

El libro comienza con algunos impulsos morales que son pre-políticos y pre-ideológicos: ¡aunque sostengo que tiene algunas implicaciones políticas e ideológicas evidentes! Quería comenzar por esto y no por las discusiones que, por ejemplo, sugiere el concepto de ecosocialismo: propiedad pública o cooperativas, internacionalismo o globalismo, el papel de los mercados, etc. También quiero que el libro sea una invitación a personas que comienzan fuera de un marco socialista pero que se reconocen a sí mismos en esta descripción sobre qué va mal en nuestra economía política y cómo podría ser diferente. Siempre he sostenido que, sin las tradiciones socialistas, la política anda coja, pero nunca ha sido mi vocabulario de referencia. Quiero que un lector de Wendell Berry comience conmigo y vea que preocuparse por el planeta significa ser político a escala global. Quiero que un liberal curioso por Greta Thumberg o un progresista con buenas intenciones vean que la política distributiva y el entorno construido se encuentran en el corazón de la política medioambiental del siglo XXI y de que tenemos que pelear por la concepción del valor en nuestra economía. Y quiero plantear a los socialistas que la política igualitarista es necesariamente un radicalismo sobre el planeta en sí mismo y la tierra que hay en él.

AB: En el libro hay una interacción fascinante entre lo material y el significado: tal y como dices, “las ideas están enmarañadas en roca y barro”. Tengo algunas preguntas al respecto.

Primero, ¿cómo piensas la relación entre ganancia material y significado en relación con el trabajo? ¿Y cómo debería afectar eso a la manera en la que pensamos sobre empleos verdes y su atractivo para las personas que han trabajado en industrias extractivas? Tu discurso, supongo, sugiere que la sustitución de los empleos verdes por los empleos extractivos no debiera ser tan directa.

JP: Toda la política es política de la identidad. Toda la política es también política de lo material. Y toda la política es política medioambiental. Este libro es un ejercicio para intentar mantener todas esas premisas a la vez en una misma perspectiva.

Provengo de gente para la que su trabajo lo es todo. El mayor piropo que podrías recibir de mi abuelo, granjero, y de muchos de mis vecinos cuando crecía en Virginia Occidental, era que te lo habías currado en un día duro de trabajo. Hay mucha identidad ahí, para bien o para mal, la cosa va de si eres o no una persona que trabaja.

Esto es muy masculino (aunque en los Apalaches las mujeres han trabajado fuera del hogar desde hace tiempo, y hoy en la mayoría de los casos ambos miembros de la pareja trabajan fuera de la granja). Es literalmente colonial: extraer valor de la tierra era el corazón de la ideología que decía que los europeos tenían derecho a este lugar.

Pero también hay otra cara de la moneda. La cosa iba de cuidar: de la familia, de los animales, incluso de la tierra. Un buen granjero no agota la tierra. Y hay algo sobre agotar tu cuerpo para que el mundo continúe, devolviéndole todo lo que tienes al polvo del que provienes, lo cual es, en cierto sentido, poético. Asimismo, estimar el trabajo era parte de por qué eran republicanos por el trabajo libre, por qué al abuelo de mi abuelo, un pequeño granjero, le volaron el tímpano combatiendo a los confederados en Gettysburg. Así que hay elementos en la tradición del trabajo que pienso que casi cualquiera podría admirar, y que la izquierda en particular podría ver con buenos ojos.

Resulta cruel el modo en que el ideal dominante de trabajo prepara a la gente para identificarse con tipos particulares de empleo que después la destrucción creativa del capitalismo torna inútiles. Atas la identidad de la gente a una forma de vida que está construida alrededor de un tipo específico de trabajo en cierta industria y luego liquidas la industria y el trabajo, y les dejas solo con sus identidades. ¿Qué esperas que hagan? ¿Qué se muevan a Los Ángeles y que hagan castings para un programa de tele sobre los Apalaches?

Una parte de la socialdemocracia y del socialismo trata de la desmercantilización de la reproducción social, la desvinculación de tu habilidad para seguir existiendo (y ayudar al resto a que sigan existiendo) de la cuestión de si produces un beneficio para alguien mientras lo haces. Otra parte es que el trabajo no debería ser una mercancía pura. Trabajo no es solo cómo produce una economía; es parte de qué produce una economía, parte de una forma de vida. Parte de la razón por la que algunos trabajos deberían existir es que es bueno que existan: algunos tipos de cuidados, algunos tipos de agricultura y mantenimiento, ciertos tipos de actividades creativas. Parte de lo que hace bueno al trabajo es que sea necesario: para sostener una comunidad, una cultura, una familia, un territorio. La rentabilidad no ha sido un buen indicador de esto. Dejar que cualquier mercado de trabajo determine exactamente qué trabajo se hace implica una enorme decisión sobre cómo van a ir las vidas de las personas. Y la crueldad de nuestro mercado es que le dice a la gente: “No eres rentable, por eso no se te necesita”. Descartamos seres humanos y lo llamamos eficiencia.

AB: Escribes con fuerza sobre la impotencia económica entendida como la incapacidad para controlar tu entorno, ilustrado en particular por Amity and Prosperity de Eliza Griswold: impotencia económica significa que tienes que vivir con agua contaminada, niños enfermos, etc. Es un ejemplo maravilloso de cómo en los “asuntos medioambientales” hay economía y poder de manera realmente profunda; y no solemos hablar de ellos en esos términos. ¿Cómo podemos traer esas conexiones más cerca en el discurso político?

JP: Ha habido mucha reticencia a hablar de vulnerabilidad en la política estadounidense, excepto en términos de seguridad nacional y terror, lo cual activa el miedo y entonces inmediatamente se transforma en una promesa de protección total. Una cosa interesante de la campaña de 2016 de Trump fue cuando dijo: “Estáis en peligro, vuestra vida se encuentra amenazada”. Por supuesto, aquello consistía sobre todo en una recuperación de la política racista de ley y orden para su agenda antimigratoria. Pero también habló de los estragos de la epidemia de opioides y de las pérdidas de empleo. Aquello fue un gran distanciamiento de la política del Partido Republicano y le ayudó a ganar. No estoy alabando a Trump, ni mucho menos. Pero en cierto sentido la respuesta que ha recibido es también la evidencia de ganas de escuchar a políticos que dejen de decir “América ya es grandiosa y también lo es tu vida”. La evidencia mucho más importante es la de la campaña de 2016 de Sanders. Pero merece la pena apreciar que este agotamiento del optimismo cruel norteamericano no solo existe entre gente que ya es de izquierdas.

El mito de que podemos estar seguros a solas, en nuestros propios hogares y coches, se cae a trizas de nuevo, como ocurrió al final de la última Gilded Age [el último tercio del XIX en EE. UU.]. Cuando lees a progresistas y a otros radicales de la primera década del siglo XX todos dicen, “en la frontera [en el Oeste], en la economía de antes de la Guerra de Secesión, era posible imaginar ser independiente. Pero ahora estamos subyugados por enormes poderes económicos y necesitamos acción social para someterlos y restaurar la libertad y la seguridad personal. La interdependencia es clave para una forma de independencia más compleja”. Eso es lo que nosotros decimos de nuevo. Ese es el punto de partida de la nueva política progresista y del nuevo socialismo democrático.

Lo que es potente en esta forma de hacer política es dar nombre a la vulnerabilidad y entonces convertirla inmediatamente en una afirmación de poder: puedes cambiar el mundo, democráticamente, para hacerlo menos aterrador y para hacer tu vida menos temerosa.

AB: La infraestructura es un tema principal del libro, pero con esto no solo te refieres a invertir en carreteras o puentes. En su lugar, estás interesado en los 30 billones de toneladas de “tecnosfera”: el entorno construido que hemos creado y que ahora es tan necesario para nuestra supervivencia como el agua y el aire. ¿Implica esto que si construimos nuevas infraestructuras (por ejemplo, trenes de alta velocidad en lugar de autovías) estamos también construyendo una nueva idea de lo que significa ser estadounidense? ¿Cómo deberíamos pensar la política de infraestructura a la luz de esta visión más expansiva?

JP: Sí, eso es exactamente cierto. Haciendo el mundo es como nos hacemos a nosotros mismos.

Uno de los principales argumentos en This Land es que los seres humanos son una especie que requiere infraestructuras: nuestros poderes, nuestra sociabilidad, nuestra naturaleza como criaturas viviendo en este planeta, están todas determinadas de maneras profundas por cómo construimos nuestro entorno, el cual pesa alrededor de 3000 toneladas por persona de media global (así que piensa cuánto es aquí, en Estados Unidos). Hacemos todo lo que hacemos –movernos, participar en la vida económica y cultural, conseguir nuestra comida y nuestro cobijo– a través de estos sistemas pesados, complejos e intensivos en energía.

Y piensa cuánta identidad presupone nuestro entorno construido. El libertarianismo estadounidense, el individualismo, tal y como se desarrolló en el siglo XX, era individualismo de autovía, individualismo de coche y conductor. Y la imagen dominante de la responsabilidad adulta es suburbana o de urbanización de extrarradio: posees una casa, separada de las otras casas, pero conectada por esas pesadas redes de carreteras, tuberías y cables, y conduces desde y hacia ella.

Una de las cosas que hacen todas estas infraestructuras es ocultar la interdependencia: crean la impresión de que puedes arreglártelas tú solo o estar a salvo en el hogar familiar, cuando en realidad estás tan entubado, cableado y enmarcado con el resto como una abeja en una colmena. El negacionismo está construido sobre este orden de cosas. Y aunque es un mundo hecho por personas, cuando naces en él, solamente es el mundo. Pensar una vía fuera de él requiere un esfuerzo, o hacer política para salir de él y reconstruirlo.

Así que sí, una infraestructura que revela y educa en la interdependencia implicaría cosas harto distintas. Los trenes y los autobuses hacen esto (los buses tienen menos encanto estético, pero deberíamos intentar cambiarlo: son más flexibles en sus rutas, y son mucho más baratos), en parte porque usan caminos ya existentes. Debería haber muchos autobuses gratuitos, muchos. Y metros gratuitos. Tan gratuitos como las aceras –o las autovías–, lo cual significa socialmente financiadas.

Una de las cosas que me entusiasma de haberme mudado con mi familia de Durham a Nueva York es que nuestro hijo ya no tendrá un patio trasero en casa, sino que tendrá muchos parques infantiles municipales. Crecerá concibiendo el juego como algo compartido, público. Por supuesto, nosotros también haremos un uso intensivo de los parques. ¡Pero esos también son públicos! Existe una infraestructura de la soledad.

AB: Escribes que “el negacionismo climático en EE. UU. no es tanto sobre ciencia como sobre quién te gobierna: es una manera de rechazar las afirmaciones de extranjeros, instituciones internacionales (más imaginadas que reales) y de la pobreza global, y es una manera de aferrarse a una soberanía estrecha que las mareas amenazan arrastrar”. También discutes que hay un negacionismo liberal: la posición que dice que solamente tenemos que volver a 2015, que todo iba bien entonces. Pero, de hecho, dices que esa perspectiva ha negado muchas verdades de la historia estadounidense durante mucho tiempo. ¿Puedes explicarnos algo más sobre cómo piensas que podemos trabajar sobre todas estas maneras múltiples y contradictorias de ver el mundo?

JP: Negacionismo solía significar meramente anti-empirismo, lo cual, obviamente, lo ponía en una posición débil y defensiva, incluso cuando parecía que acumulaba muchas victorias. Pero esto lo subestima de manera significativa. El trumpismo y otros nacionalismos son inquietantemente creativos y generativos en respuesta a las condiciones de crisis ecológica y escasez de recursos: proponen, y hasta cierto punto construyen, nuevas concepciones de identidad nacional que son más excluyentes, más militarizadas, y que racionalizan una posición que limita tu obligación moral en la frontera, o a lo largo de diversas líneas internas que demarcan un adentro y un afuera, amigo y enemigo. El muro es un monumento a esto. Y el acto de campaña de Trump con Narendra Modi en Houston, que atrajo a 50.000 personas, es otro recordatorio de que una internacional nacionalista no es ninguna paradoja: solo necesita un enemigo común, como por ejemplo los musulmanes. Modi despotricó contra Pakistán, algo que encantó tanto a Trump como a la audiencia.

El núcleo del negacionismo contra el que discuto en este libro es la negación de que todos estamos aquí, hipotéticamente con los mismos derechos sobre el planeta, y que tenemos que crear maneras de convivir aquí. Ese es el comienzo de la política democrática. Puedes decir que la política comienza aceptando la realidad de otros y reconociendo la necesidad de poner en práctica formas de convivencia, y la democracia añade el reconocimiento de nuestra igualdad.

La razón por la que empleo tanto espacio en el libro tratando de elaborar un retrato empático, pero crítico, de la política de los yacimientos de carbón y del movimiento popular por las tierras públicas es, en parte, para combatir cierto tipo de aplicaciones del principio amigo-enemigo por parte de la izquierda liberal, que dice que simplemente podemos descartar a toda esa gente. Esto es demasiado crudo. No tenemos que persuadir o hacernos amigos de nadie, es cierto; sólo tenemos que hacer mayorías. Pero también tenemos que crear un mundo para compartir con todos los que están aquí, que tenga alguna clase de espacio para diferentes perspectivas y experiencias, diferentes maneras de sentirse arraigado al trabajo y al lugar. Mirar a otros a través de quienes son, de donde están, es el punto de partida para tratar de construir con ellos o con sus hijos solidaridades de nuevo cuño. La militancia en los yacimientos de carbón tuvo la versión de los Mineros por la democracia, que tuvo algo de verde y fue profundamente radical.

Luego está también el negacionismo más simple de los partidarios de Joe Biden: ¡solo tenemos que volver a 2015! Como si la creciente desigualdad, la encarcelación masiva, los ataques al derecho a voto, las guerras horribles e inacabables –por nombrar solo algunos temas– no estuvieran ocurriendo y no hubieran contribuido al nihilismo general y la indignación inconclusa en las que Trump prosperó. Los liberales ahora se acogen a George W. Bush como el último buen republicano, pero Trump es el ello inconsciente de la era Bush. No tiene éxito sin la islamofobia en el ambiente, sin el nacionalismo de golpearse el pecho, sin la beligerancia dominante del mundo y sin una política que pone “la seguridad” en el corazón de su pretensión de gobierno. Lo único que Trump ha hecho es coger estas premisas y hacerlas rudamente explícitas.

En este sentido, él es la parte más vulnerable de la cultura del famoseo y la abundancia que Obama cabalgó con tanta elegancia. Si celebras lo rico y lo famoso, bueno, es difícil no dar cierta licencia a su submundo. Trump es horrible y horripilante, y ejemplifica mucho de lo que ha estado ocurriendo en el país durante nuestras vidas.

AB: Escribes sobre las luchas alrededor de las tierras del oeste del país y creo que el significado de esas batallas en el alzamiento de cierta clase de nueva derecha es subestimado frecuentemente. Trump, al intentar abrir la posibilidad de la minería de carbón y uranio y la extracción de petróleo en el Bears Ears National Monument, atrajo bastante atención, pero esto no consistió tanto en una rotura con el pasado como en la culminación de una larga historia de activismo conservador contra la intervención federal sobre los usos de la tierra, a menudo argumentando en favor de la protección medioambiental. ¿Puedes contarnos algo más de las disputas de tierras en el oeste? ¿Qué sugiere la arraigada resistencia al Estado federal sobre el futuro de las políticas climáticas federales?

JP: ¡Sí! Desde que se crearon las tierras públicas federales ha habido una política continua y autorenovadora de localismo colono. Cuando la tala en los bosques nacionales fue regulada por primera vez en 1878, la gente salió a decir lo mismo que los Bundys y quienes les apoyaban salieron a decir en invierno de 2016 [léelo aquí en Sin Permiso]: el gobierno federal está convirtiendo el oeste en una colonia, una parte esencial de la libertad consistía en talar y minar la tierra, y la tierra pertenecía a la gente que la trabajaba. Es una faceta resistente de la política estadounidense y siempre ha encontrado defensores entre los políticos del oeste y conservadores del resto del país. Ronald Reagan se llamaba a sí mismo “rebelde sagebrush”, refiriéndose a la versión setentera de este movimiento político, que actuó contra la aplicación de nuevas leyes medioambientales en las tierras públicas y contra el aumento de la planificación del Bureau of Land Management.

Como con cualquier localismo, esto es en parte sobre quién habla por la región y la comunidad y quién la gobierna. En el libro afirmo que el gobierno regional de Utah ha hecho mucho por apoyar las luchas locales contra el Bears Ears Monument; y que es una región de minoría anglosajona que ha sido manipulada durante décadas para producir mayorías anglosajonas constantes. Y la mayoría de las tribus locales apoyaban el monumento. Así que “local” era una construcción política tan artificial –y tan indirecta– como “la América de Trump”, que emergía del colegio electoral incluso cuando no podía ganar una pluralidad de votos y cuando nunca ha tenido apoyo mayoritario.

Me preocupa que el modo en que el gobierno federal nunca ha sido capaz de generar legitimidad en partes del oeste colono pueda ser un presagio. Si los progresistas ganaran el Congreso y la Casa Blanca, se enfrentarían a la tarea de generar consenso real y conformidad. Creo que podríamos ver esfuerzos directos a nivel de los estados para anular iniciativas progresistas, puede que apoyados por la Corte Suprema.

Si conservadores que gobiernan unos pocos estados, o muchos estados, comienzan a negarse a obedecer una ley federal porque lleva el nombre de Alexandra Ocasio-Cortez, verdaderamente nos encontramos en terreno de crisis constitucional. Por otro lado, si Trump o un trumpista gana, no es difícil imaginar que estados como California se moverán para anular, por ejemplo, una política migratoria del estado federal. Si crees que la estrategia progresista es crear mayorías para usar un Estado fuerte y aplicar políticas igualitarias, entonces es realmente preocupante cuando la fragmentación significa que no puedes hacer que las decisiones de la mayoría se impongan. Porque las victorias de la mayoría es lo que posee una izquierda democrática.

AB: Mirando a otra historia política, escribes sobre el “largo movimiento por la justicia ambiental”, el cual ves que se extiende atrás en el tiempo, hasta los defensores de la salud pública durante el cambio de siglo que se preocupaban por la salud de los trabajadores industriales. Sugieres que podemos portar ese legado hasta hoy, digamos, en las batallas contra el vertido en lagos de los desechos de las granjas de cerdos en Carolina del Norte. ¿Nos puedes decir algo más sobre esto y sobre dónde ves el largo movimiento por la justicia ambiental hoy?

JP: Los pioneros en la investigación en toxinas que estructuró la Primavera silenciosa fueron estudiantes de toxinas industriales y condiciones del lugar de trabajo, y radicales sindicales. (Y además, algunos de los más importantes fueron mujeres, como Alice Hamilton, una activista progresista y académica que fue la primera mujer con plaza permanente en Harvard, así como otras líderes de base).

El activista por la naturaleza indudablemente más importante, Robert Marshall, fue un planificador del New Deal y un socialista. Él y Benton MacKaye, que diseñó el Appalachian Trail, fueron defensores de la planificación paisajística regional como parte de un programa más amplio de planificación económica. La anomalía histórica, en cierto sentido, es el foco relativamente estrecho del ecologismo mainstream que se consolidó en la década de los 70 y comienzos de los 80. En el libro escribo sobre cómo ocurrió aquello, incluyendo las financiaciones clave de la Ford Foundation y la muerte repentina del líder de la UAW Walter Reuther, quien había ayudado a fundar el primer Día de la Tierra y quería construir una coalición sindical-ecologista centrada en la justicia social y en el lugar de trabajo y en el medioambiente construido.

Así que la política medioambiental ha sido sobre poder, distribución, el moldeamiento de la vida económica y la construcción del medioambiente. El alcance del Green New Deal no es nada nuevo: es una vuelta a la convención. Y cualquiera que vea como periféricas las demandas de justicia ambiental está cometiendo un error: estas demandas hablan de las cuestiones centrales.

AB: ¿Qué conclusión debemos sacar sobre el surgimiento del ecologismo mainstream justo cuando la era de posguerra de relativa prosperidad, igualdad, etc., comienza a decaer? ¿Es sólo una coicidencia que el ambientalismo sea, tal y como tú dices, la última bocanada de la era del New Deal?

JP: Lo que a mi me impresiona del ecologismo de finales de los 60 y comienzos de los 70 es la mezcla de pensamiento apocalíptico con confianza en uno mismo.

Por otro lado, las revistas y periódicos mainstream escribían sobre el fin de la vida en la Tierra, la necesidad de renunciar al paradigma tecnológico de la vida humana, asuntos verdaderamente radicales. Por otro lado, el Congreso –¡el Congreso!– estuvo a la altura del reto. Y así vino, en menos de una década, la gran legislación medioambiental. Cualesquiera que fueran sus limitaciones, cambió de veras la economía política estadounidense, creando una nueva base nacional de salud y seguridad, cambió los deberes de los propietarios de la tierra y de los empleadores.

Lo que todavía no había ocurrido son los más de cuarenta años de asedio al Estado intervencionista que han erosionado sus capacidades reales y han socavado la confianza en él. Ahora tenemos la previsión de la catástrofe con una confianza enormemente reducida sobre qué podemos hacer al respecto. Esa es una fórmula para el pánico.

AB: En el Reino Unido, algunos trabajos recientes han llamado la atención sobre el hecho de que el 50% de la tierra en Inglaterra la posee el 1% de la población. En los Estados Unidos tendemos a hablar menos sobre quién posee la tierra y más sobre cosas como la posesión de vivienda, probablemente porque no tenemos la misma historia de una aristocracia terrateniente; ¿pero deberíamos hablar sobre quién posee la tierra?

JP: ¡En algunos casos! La tierra de cultivo, que en Estados Unidos ha estado en ocasiones notablemente distribuida, está siendo comprada por fondos de inversión y grandes empresas. Empuja a los granjeros de grano un escalón más cerca del tipo de contrato de servidumbre en el que los granjeros avícolas y porcinos ya están atrapados, llevando a acabo operaciones en las que las compañías integradas verticalmente poseen a los animales y toman las decisiones, mientras que los granjeros básicamente realizan –o supervisan– el trabajo y asumen los riesgos.

En Virginia Occidental y Kentucky mucha tierra con carbón pertenece a compañías extractivas, y la historia del subdesarrollo y la explotación allí muestra lo que ocurre cuando el beneficio se va fuera de la región, el capital nunca se desarrolla allí y los locales no tienen control sobre sus propios recursos productivos. También es importante que casi un tercio de la superficie estadounidense son tierras de titularidad pública, la cual puede ser administrada hacia una visión política del bien común. Eso incluye parques y naturaleza, pero también, en estos momentos, mucha minería y perforaciones, generalmente bajo condiciones que son muy favorables para las compañías energéticas. Pero podríamos estar haciendo cosas bien diferentes con esa tierra.

AB: Hablando de otra cosa: ¿puedo presionar tu argumento según el cual esta tierra (estadounidense) pertenece igual y originalmente a todos? ¿Qué hay de las reivindicaciones indígenas de tierra?

JP: En un sentido moral, la tierra no pertenece a nadie, pero en un sentido práctico el Estado y el sistema jurídico que surgieron de la colonización serán el foro en el que reivindicaciones indígenas y de otros tipos se decidirán políticamente. No existe un afuera. Por eso es tan importante disputar las condiciones de ese foro y tratar de alinearlo con un proyecto igualitario e inclusivo.

A pequeña escala, el monumento Bears Ears que los localistas de derechas atacaron en Utah era un modelo de lo que una política de tierras públicas podría hacer para cultivar algo de justicia democrática en relación con las reivindicaciones indígenas. El monumento se instituyó de modo que varias tribus locales que habían participado en su diseño pudieran tener un papel central en cómo gobernarlo. Eso difícilmente es una reparación, pero es un cambio de cuyo proyecto participa la tierra.

Algunos de los otros cientos de millones de acres de tierras públicas federales podrían ser dispuestas para la administración y prácticas indígenas. Debe haber pluralismo en quién puede reclamar esa tierra: los descendientes de los colonos han estado ahí durante generaciones y las tierras públicas han de rendir cuentas con toda la comunidad política; pero las tierras públicas toman forma a través de proyectos particulares, como la naturaleza, y ahí no hay razón para que no pudieran haber decenas de millones de acres de tierras públicas principalmente indígenas –no reservas, sino áreas rurales que sean administradas mediante una profunda implicación indígena de acuerdo a lo que articulan ellos como sus proyectos–.

AB: Me parece que ahora mismo tomamos decisiones basándonos casi por completo en el valor económico; y estoy de acuerdo en que, tal y como indicas, “nuestra economía infravalora [la reproducción social] igual que infravalora el mundo natural”. ¿Cómo podemos valorar más estas cosas tan necesarias? ¿Y podemos verdaderamente imaginar ese tipo de cambio de valores ocurriendo bajo el capitalismo?

JP: Hay al menos tres maneras de pensar el capitalismo en relación con la crisis ecológica. Primero, los mercados capitalistas dependen de cosas que ellos mismos ni producen ni preservan, por razones arraigadas (o reflejadas) en su estructura de precios: estas cosas son tratadas como “gratuitas” o son saqueadas y obtenidas por la fuerza. Así que el capitalismo tal y como está estructurado ahora es insostenible porque está construido para agotar los elementos que necesita (y cualquier otra cosa necesita) para continuar existiendo.

Otra forma de pensarlo es a través del imperativo del crecimiento. El modelo de retorno de la inversión de la lógica económica depende del crecimiento. Al final, choca con límites ecológicos, no importa cuanta eficiencia se haya ganado por el camino. Tiene que haber una manera de que en el futuro que cambie nuestro estándar de valor hacia recompensas intrínsecas, tiempo libre, literalmente la actividad libre de estar con nuestros jóvenes para ayudarles a crecer, de estar con nuestros ancianos para aprender de ellos y enriquecer sus últimos años. Nos podemos permitir la modestia privada y el lujo público; no nos podemos permitir el lujo privado y la austeridad pública.

Una tercera cosa es que los mercados colonizan todos los otros dominios de la vida. Colonizan la política. Mercantilizan la crianza de niños y el cuidado de ancianos. Mercantilizan el aprendizaje, la sociabilidad y el amor. Y la mercantilización universal hace mucho más difícil crear un mundo desmercantilizado, la clase de mundo que podemos tener indefinidamente.

Las distorsiones son extraordinarias. Estamos criando un bebé y ver de primera mano cuán difícil es, hace incluso más chocante que nuevos padres y madres sean lanzados al mercado para ambas cosas: vivir y cuidar del bebé. Esta economía convierte una situación buena –progenitores y descendientes– en transacciones mercantiles controvertidas y estresantes. (Y esto es para la gente relativamente privilegiada que “hace malabares” entre trabajo y familia). Una cultura que tiene esta actitud hacia la reproducción de veras me parece una que no se preocupa de si puede continuar existiendo.



[1] N. del T.: durante todo el texto se ha usado “república” para vertir al castellano la voz inglesa “commonwealth”. La otra posible traducción, “mancomunidad”, no capta ni mucho menos el uso idiosincrásico y político que el autor pretende dar a “commonwealth”. Recuérdese que “commonweal” (literalmente, “bien común”) y luego “commonwealth” (“riqueza común”) fueron los términos favoritos para traducir el latín “res publica” en el inglés renacentista. Primero para identificar cualquier comunidad política en general y progresivamente para identificar un tipo republicano de gobierno, especialmente tras la Commonwealth establecida después de la ejecución de Carlos I, entre 1649 y 1660 (ya en 1652 el conservador Robert Filmer se quejaba de que “tantos ignorantes” hubieran hecho una apropiación plebeya y antimonárquica del vocablo “Commonwealth”, para él tan políticamente neutro como lo fueron “res publica” para Jean Bodin o “república” para Baltasar Gracián, meros sinónimos de lo que hoy llamamos “Estado”). Por otro lado, la resignificación político-económica radical, no ajena a la historia, que Purdy pretende otorgar a “commonwealth” es del todo congruente con la resignificación democratizante del vocablo “república” que se hace actualmente desde diversos lugares del Reino de España, la revista Sin Permiso entre ellos.

 

Es profesor en la Universidad de Columbia. Su investigación se desarrolla en la intersección entre filosofía política, derecho y economía política.
Fuente:
https://jacobinmag.com/2019/10/jedediah-purdy-this-land-environment-climate-change-denialism-ecology
Traducción:
David Guerrero

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