Colombia: “Los reyes del mundo” y los sueños rotos de la paz

María Luisa Rodríguez Peñaranda

20/01/2023

Han pasado 6 años desde que el país asistió a la firma del acuerdo final de paz entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc-EP, en aquel 24 de noviembre de 2016 en el Teatro Colón de Bogotá. Esto, tras superar el fracaso del plebiscito para la paz y la modificación del texto conforme a los reclamos de la derecha. 

En su momento, la esperanza de un país en el que la convivencia pacífica fuera posible, sin los dolores del desplazamiento forzado, el despojo, la inequidad entre el campo y las ciudades, así como la violencia rural, alcanzó a irradiar los sueños de un pueblo hastiado de la barbarie.  Para lograrlo se creó una nueva arquitectura institucional que acompañara la política transicional basada en los principios de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición, como ha sido el trípode conformado por la unidad de víctimas, de restitución de tierras, y la Jurisdicción especial para la paz -Jep-, principalmente.

Pese a que el acuerdo pasó a ser parte de los cimientos político-jurídicos nacionales como mandato constitucional; instaurada como una política de estado que no puede ser ignorada por los gobiernos subsiguientes, el de Duque (2018-2022) hizo lo menos posible para consolidarla, mientras que con el actual gobierno de izquierda del presidente Gustavo Petro, primero en nuestra historia, y su promesa de la paz total, pareciera que el proyecto volviera a encarrilarse.  

No obstante, la narrativa de los avances hacia la paz parece una fantasía onírica, un caballo blanco en medio de la nada frente a la majestuosa puesta en escena de la directora Laura Mora y su película Los Reyes del Mundo (2022). Dentro de las infinitas formas para describir el desplazamiento forzado, el dolor de la guerra, las infancias rotas por la orfandad familiar a la que se suma la gubernamental, la escogida por Laura nos ubica en un viaje de emociones entre la aventura, la amistad, la irreverencia, el abandono y el miedo desde las vivencias de un grupo de niños y jóvenes desarraigados. Con una fotografía impecable cargada de paisajes sobrecogedores se nos da la certeza de tratarse de un país privilegiado por su riqueza natural e incapaz de gestionarla en forma adecuada; en el que la violencia aparece en las formas más imprevistas y el enemigo es prácticamente invisible.

Siguiendo la tradición de actores naturales impulsada por Víctor Gaviria y su inolvidable Rodrigo D no futuro (1990) o la Vendedora de Rosas (1998), Laura Mora nos introduce en el mundo de cinco muchachos sin hogar Rá, Culebro, Sere, Winny y Nano, quienes encuentran en las calles de Medellín un lugar que, pese a su hostilidad, les pertenece. No se trata de muchachos inocentes ni incautos, por el contrario, a sus cortas edades van armados con machetes (la herramienta principal de los campesinos), consumen drogas, poseen muy poca aversión al riesgo (practican gravity bike), y su supervivencia está necesariamente asociada con el delito.

Sin mas equipaje que la promesa del estado de restituir las tierras a las víctimas, en este caso las que le pertenecen a Ra en el municipio Nechí, emprenden un viaje delirante por la diversa geografía antioqueña, que, tras la belleza de sus montañas y ríos, esconde enormes peligros. Que el escenario de este relato nacional sea Antioquia puede explicarse por el origen de la directora, pero también es cierto que ningún departamento del país logra representar la prosperidad y la pobreza en sus extremos más visibles, en un contexto de violencia que muta en sus formas, razones y actores (del narcotráfico a la minería ilegal) pero que al final del día culmina en el gran problema nacional narrado por el escritor Caballero Calderón hace 70 años en el entrañable Siervo sin Tierra y que aún sigue sin resolverse: la redistribución de la tierra y el despojo a los campesinos, indígenas y afrocolombianos.

Cargada de simbolismos, la película nos arrastra a un laberinto de lo marginal de la urbe a lo imprevisible del campo, en el que el control del territorio es ejercido por un puñado de hombres sin uniformes ni fusiles, pero identificables con ruanas acompañadas de sombreros blancos, que incluso cuentan con la complicidad del cura y que sin gesto alguno dominan a una sociedad paralizada por el miedo. Un ensordecedor silencio grita -vete-, cuando Ra busca comida para él y sus amigos, mientras el tendero lo ignora bajo la mirada de los hombres. Es el silencio impotente que han padecido innumerables pobladores ante la presencia de grupos armados y la ausencia de estado en sus territorios.  “Estas tierras no son tan mansas como parecen” le dice el ermitaño a los muchachos antes de continuar en su viaje por el rio.

Un momento de ensoñación ocurre cuando los muchachos llegan a un burdel en medio del campo. En el recinto deslucen varias banderas desgastadas, las mujeres envejecidas acogen a los jóvenes con abrazos no erotizados, maternales. Son mujeres amorosas, cuidadoras, tal vez una metáfora de las madres ausentes en la vida de los jóvenes. La plácida estancia es interrumpida cuando Nano, el único negro del grupo, mira desprevenido a un hombre con el sombrero y este le grita “qué te pasa negro hijueputa”. El racismo irrumpe recordándonos que solapada en las capas de la violencia armada, yacen otras formas de discriminación que también la soportan, aspecto que se puso en total evidencia con la candidatura de la ahora Vicepresidenta Francia Márquez.

Siendo una mujer directora que refiere la violencia, Laura pone el lente en los hombres quienes desde su infancia se encuentran insertos en el conflicto, como protagonistas principales. Por el contrario, la presencia de las mujeres resulta la opuesta, como un contraste de reposo y protección, pero en ocasiones ausentes. Aunque este modelo binario podría parecer estereotipado, los datos de la población desmovilizada según la Agencia para la Reincorporación y la normalización parecen darle la razón, conforme a los cuales en los últimos 20 años (2001-2021), de los 76.447 desmovilizados, 64.937 fueron hombres y 11.510 mujeres.  Lo que reitera la magnífica obra de Svetlana Alexiévich , La guerra no tiene rostro de mujer.

La burocracia es también un personaje en esta historia, el encuentro de Ra con la funcionaria de la oficina de restitución de tierras escenifica el portazo que reciben las víctimas frente al formalismo estatal, que pese a las buenas intenciones de la Ley 1448/11, recientemente modificada para extenderla por 10 años más, no consigue darle abrigo, ni una respuesta oportuna a los desplazados. “La tierra es suya pero eso no es tan fácil” le dice la funcionaria, explicándole que le faltan algunos documentos, que además debe contratar nada menos que un abogado porque la sentencia de primera instancia fue apelada y existen otros demandantes. Con la mirada de digna rabia de los jóvenes, el corazón se nos arruga al igual que los papeles que con tanto esfuerzo ha logrado atesorar Ra, y que se convierten en su única posesión. Unos papeles viejos, sucios, que revelan tres generaciones sometidas a la violencia y que aún están lejos de alcanzar el retorno legal, pero que siguen luchando por ello.

Finalmente, el regreso de las víctimas a sus tierras, a las ruinas de lo que alguna vez fue su hogar, no significa la recuperación de una propiedad en términos como lo concibe el capitalismo, se trata de un retorno a la dignidad, al reconocimiento, al dejar de recibir humillaciones, menosprecio. Una vuelta a los ancestros, a la identidad, tal vez simplemente un primer paso hacia la ciudadanía.

La desoladora mirada del postacuerdo que nos deja los Reyes del Mundo nos enrostra la vergüenza de un país que sigue en deuda con las víctimas, en el que la brecha entre los derechos formales y su realización parece un océano imposible de atravesar. Laura nos deja con un nudo de sentimientos que no quiso desatar con escenas de violencia explícita o una narrativa perfectamente lineal. En ocasiones entre escena y escena lo único que las une son los sonidos y la libertad interpretativa que les caracteriza.

Los Reyes del mundo es una película poderosa que nos permite imaginar las múltiples formas de construir solidaridad y familias, es una oda a la resistencia, a la dignidad, una denuncia poética de un estado que promete, pero no cumple, y que como el puente inacabado, lo intenta pero por alguna razón falla, para dejarnos como dicen los muchachos -sin palabras-. 

Profesora de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia.
Fuente:
www.sinpermiso.info, 22-1-2023
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