Alice Munro, escritora de escritores. Dossier

Megan Gibson

Yiyun Li

19/05/2024

Alice Munro, escritora de escritores

 

Megan Gibson

 

“Las historias de Alice Munro”, declaró una vez el escritor estadounidense Ethan Canin, “hacen que las de los demás parezcan cosa de bebés”. No es el mayor elogio recibido por la escritora canadiense -a lo largo de sus décadas de carrera se la comparó favorablemente con Chejov, Flannery O'Connor y Raymond Carver, y ganó innumerables premios, incluido el Nobel de Literatura en 2013-, pero Canin tenía razón. Munro, que falleció el 13 de mayo a los 92 años en una residencia de ancianos de Port Hope, Ontario, tras sufrir demencia durante más de una década, ha sido una de las mayores escritoras de relatos breves de la historia.

En términos de arte narrativo, hizo más por el perfil del relato corto que ningún otro escritor moderno. En unas pocas páginas de prosa limpia y despojada, Munro podía transmitir la historia familiar y personal de sus personajes, a la vez que trazaba el terreno geográfico y las estructuras sociales de sus pueblos rurales. Era una maestra de la estructura; Daniel Menaker, uno de sus editores en el New Yorker, escribió en 2006: «La estructura de un relato de Munro funciona en cierto modo como un microscopio, de modo que cuanto más se acerca el lector, más se disuelve y recompone la forma. Entonces, al llegar al final de la historia, uno ve lo que parece ser un tejido completo».

Sus historias son domésticas, se desarrollan principalmente en el condado rural de Huron, en Ontario, y están pobladas por mujeres complejas que se enfrentan a circunstancias a menudo decepcionantes. Pero dentro de ese terreno familiar, Munro siempre podía explotar nuevas y ricas vetas. Su escenario puede parecer estrecho, pero los temas a los que vuelve son de enorme alcance: lo escurridizo del tiempo y la memoria, la tiranía de las expectativas sociales y el poder destructivo del deseo sexual. Una frase de su libro de 1971 Lives of Girls and Women [Vidas de niñas y mujeres] resume la vida de sus personajes: «aburridas, sencillas, asombrosas e insondables: cuevas profundas pavimentadas con linóleo de cocina».

Nació como Alice Laidlaw en 1931, en la zona rural del suroeste de Ontario que más tarde inmortalizaría en sus relatos. Su padre, granjero, y su madre, maestra de escuela, no eran acomodados y, sobre todo después de que a su madre le diagnosticaran la enfermedad de Parkinson, a menudo pasaban apuros económicos. Estudió con una beca en la Universidad de Ontario Occidental, donde conoció a su primer marido, un librero llamado Jim Munro. La pareja se trasladó a la Columbia Británica y tuvo cuatro hijas: una murió al poco de nacer. Cuando sus hijas eran pequeñas, Munro se dedicaba a escribir entre sus obligaciones domésticas, vendiendo relatos cortos a la Canadian Broadcasting Corporation y a varias revistas canadienses (contó a la revista Paris Review que durante esta época de su vida se agotaba tanto que pensaba «esto es terrible, me va a dar un infarto»). Ella y Jim se divorciaron en 1973, y Munro regresó a Ontario, donde se casó con otro amigo de la universidad, un cartógrafo y geógrafo llamado Gerald Fremlin.

No publicó su primera colección de relatos, Dance of the Happy Shades, hasta 1968, a los 37 años, pero su éxito fue inmediato. Esa primera colección ganó el prestigioso Premio Literario del Gobernador General de Canadá y fue un éxito de ventas, al igual que sus trece colecciones posteriores. La fama internacional tardó unos años más, pero a finales de la década de 1970 ya publicaba regularmente en el New Yorker. En 2009 ganó el Premio Internacional Man Booker por la obra de toda una vida.

Para tratarse de una autora de renombre cuya carrera se extendió durante décadas, la biografía de Munro es relativamente escasa. Mantenía un perfil bajo y, aparte de por su obra, era conocida sobre todo por su decencia. Menaker, su editor en el New Yorker, explicó que era un placer trabajar con ella: «Es abierta, simpática, nunca es rencorosa ni conflictiva; no tiene vanidad, acepta sugerencias y es a la vez fácil, pero firme de su parte, respecto a las cosas que no quiere hacer». En 2009, Munro rechazó una nominación al Premio Giller de Canadá por su colección Too Much Happiness (Demasiada felicidad), alegando que ya había ganado el premio en dos ocasiones anteriores y que quería dejar este campo a una generación más joven de escritores.

Cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura en 2013, Munro había alcanzado el estatus de «santidad literaria internacional», según su amiga Margaret Atwood. En el discurso de la ceremonia de entrega del Nobel, el escritor e historiador sueco Peter Englund la alabó: «Si lees con atención muchas obras de Alice Munro, tarde o temprano, en uno de sus relatos cortos, te encontrarás cara a cara contigo mismo; es un encuentro que siempre te deja conmocionado y a menudo transformado, pero nunca aplastado.»

Por muy venerada que sea, la obra de Munro no ha estado exenta de críticas. En un mordaz ensayo publicado en la London Review of Books en 2013, Christian Lorentzen describió un relato corto de Munro, no con inexactitud, como un «trozo de vida triste por ahí perdida» y señaló que «leer diez de sus colecciones de cuentos seguidas me ha inducido no un brillo de admiración, sino un estado de letargo mental que se extendió al resto de mi vida. Me entristecí, como sus personajes, y como ellos me entristecí aún más». Bret Easton Ellis, por su parte, la calificó en Twitter de «completamente sobrevalorada».

Ambas críticas fueron recibidas con una especie de incredulidad defensiva. En respuesta al ensayo de Lorentzen, un lector de la LRB, Robert Barrett, escribió a la revista: «Acabo de comerme diez cajas de medio kilo de bombones See's. Me siento fatal. Los bombones deben de ser malos». En respuesta a Ellis, el difunto cómico canadiense Norm MacDonald se deleitó asando a la novelista en Twitter durante varios días; un momento destacado: «Es interesante ver a Alice Munro, escritora de escritores, criticada por Bret Easton Ellis, escritorzuelo sin talento de los escritorzuelos sin talento».

Munro era una escritora de escritores. El novelista Richard Ford dijo en una ocasión: «La mencionas y todo el mundo asiente con la cabeza diciendo que es lo mejor que hay». En una reseña de 2004 de la colección Runaway de Munro, Jonathan Franzen escribió: «Es una de las pocas escritoras, algunas vivas, la mayoría muertas, en las que pienso cuando digo que la ficción es mi religión».

Alice Munro trabajó para ganarse esa devoción. Aunque varios de sus personajes se enfrentaban a sus propios sentimientos sobre la inutilidad de escribir, la imposibilidad de capturar algo auténtico sólo con palabras, la propia Munro seguía escribiendo.

En su primera obra, Lives of Girls and Women, un personaje escritor llamado Del Jordan, que muchos críticos consideran un doble de Munro, explica la vertiginosa ambición de su escritura. Lo que Jordan quiere conseguir, escribe Munro, es nada menos que «hasta la última cosa, cada capa de habla y pensamiento, cada trazo de luz en la corteza o en las paredes, cada olor, bache, dolor, grieta, delirio, que se mantiene quieto y unido, radiante, eterno».

 

The New Statesman, 15 de mayo de 2024

 

“Sus historias son la vida misma”: El genio de Alice Munro

Yiyun Li

 

Dos días después de la muerte de Alice Munro, estuve en un acto en Nueva York y me encontré entre desconocidos. Una mujer me preguntó si había oído que había muerto la gran «Janet Munro». ¿Janet? La confusión se aclaró, y un hombre me relató la historia de la vida de Munro, con una descripción detallada de la foto utilizada para su necrológica en el New York Times. Otra mujer me dijo que, a diferencia de la mayoría de los escritores, Munro no escribía novelas, sólo cuentos. «¿No es interesante?». Después vino la pregunta inevitable, que suele hacerle la gente a alguien que escribe novelas y cuentos: «¿Qué le resulta más fácil?»

¿Fácil? Es un adjetivo que nunca he asociado con la literatura.

Mi estado de ánimo era un poco sombrío, al sospechar yo que el animado grupo quizá no conociera a Munro más allá de su fama. Por un momento quise preguntar maliciosamente a cada uno de ellos por su cuento de Munro preferido. Pero no lo hice: si alguien me hubiera hecho esa pregunta, tampoco yo habría sabido la respuesta.

William Trevor, el único escritor de cuentos de la historia reciente del calibre de Munro, me describió una vez sus visitas al jardín de Monet en Giverny. Iba al jardín varios días seguidos y se quedaba desde el amanecer hasta el anochecer para observar cómo cambiaba la luz. Luego estudiaba los cuadros de Monet, intentando comprender a través de los trazos lo que había visto Monet.

Hay reproducciones de los cuadros de Monet que cuelgan cómodamente en muchas salas de espera, y la vida y la carrera de Munro proporcionan un buen tema de conversación. Sin embargo, una relación significativa con la obra de un artista requiere tiempo. La aproximación de Trevor a Monet parece la única manera (al menos para mí) de leer a Munro. Su obra no es para degustar (lo que a veces ocurre con los escritores de relatos cortos) o devorar de una sentada (una frase equivocada, que equipara leer a consumir). Más bien, la obra de Munro está para releerla a lo largo del tiempo -años, décadas- hasta que la relación de uno con su obra se convierte en parte de la relación de uno con la vida misma.

Leí a Munro por primera vez cuando tenía veintitantos años. A lo largo de los años me he convertido en una lectora asidua de sus obras, a diferencia de otros autores, a los que leo constantemente. Esta última categoría, que incluye a Trevor y Tolstoi, se convierte en invariante de la vida. Pero Munro es un caso completamente distinto, y puede que para mí sea una autora singular en esa categoría: el tiempo que paso sin leerla es tan esencial para mi comprensión de su obra como el que paso inmersa en sus palabras.

Pasaban uno o dos años sin que sintiera la necesidad de leerla y, de repente, releerla se convertía en una prioridad. Y entre una y otra relectura, la vida sigue cambiando: matrimonio, trabajos diferentes, dar a luz y criar a dos hijos que pasaron de ser bebés indefensos a niños con pensamientos profundos comunicables e incomunicables, perderlos con seis años de diferencia y, ahora, llorarlos. En cada coyuntura de mi vida, he vuelto a releer a Munro, cuyos personajes también han seguido viviendo con catástrofes menores y mayores, perturbaciones perceptibles e imperceptibles.

¿Qué he notado en cada relectura? No los acontecimientos de una u otra historia, ni lo que le ocurre a tal o cual personaje. Más bien, es la textura de la vida: trenes y coches, climas y estaciones, senderos en el bosque o junto a un arroyo, el gesto de un niño o el pensamiento de una madre, aparentemente inexplicables, días y años, y por supuesto, los recuerdos, algunos más permanentes que otros.

Mis sentimientos hacia los acontecimientos y los personajes están llenos de ambigüedades: uno puede alentar a la madre que abandona a sus hijos y sentirse destrozado por los niños que se quedan atrás. Pero la experiencia de prestar atención a lo que Munro prestó atención, parecida a la de William Trevor estudiando el jardín de Monet y los cuadros de Monet, difumina la línea entre vivir y leer: las vidas de esos personajes no son más insolubles que la mía, ni tampoco menos.

La última vez que leí a Munro fue en el verano de 2022, durante unas vacaciones familiares cerca del lago Lemán. Todas las mañanas me levantaba temprano para pasear junto al lago y me sentaba a leer un relato de Friend of My Youth [Amigo de mi juventud]. Por entonces había perdido un hijo; aún no sabía lo que estaba por venir. Recuerdo perfectamente el momento en que subrayé un pasaje mientras una pareja de cisnes pasaba a mi lado sin esfuerzo: «Porque ella no ha pensado que las rosas de ganchillo puedan flotar ni que las lápidas puedan apurarse calle abajo. No confunde eso con la realidad, y tampoco confunde ninguna otra cosa con la realidad, y es así como sabe que está cuerda.»

Releyendo hoy el pasaje, no puedo decir que esté más cuerda que entonces, porque aquel día yo también lo estaba. Sólo que he llegado más lejos en la vida, con nuevos conocimientos sobre lo que se llama realidad.

Cuando era yo más joven, circulaba entre los escritores un dicho ingenioso sobre la diferencia entre escribir una novela y un cuento: una novela es como un matrimonio, un cuento es como una aventura amorosa. No sé a quién hay que atribuir esta idea, pero ¡qué errónea es! Una novela es a menudo una evasión, tanto para los lectores como para el autor. En ese sentido, una novela es como una aventura amorosa: empieza, termina y el escritor pasa a escribir la siguiente novela mientras los lectores encuentran la siguiente novela en la que entretenerse.

Las historias, al menos las que Munro escribió a lo largo de su carrera de más de 40 años, son más que una relación amorosa, más que un matrimonio; son la vida misma. Releer a Munro es algo exigente –le pide a los lectores que no rehúyan la vida-; algo también provechoso, como estoy seguro que muchos de los lectores de Munro convendrán conmigo.

 

 

 

The Guardian, 17 de mayo de 2024

 


 

 

escritora chino-norteamericana, estudió en la Universidad de Pekín y en el famoso Taller de Escritores de la Universidad de Iowa. Sus relatos se han publicado en revistas como The New Yorker, The Paris Review o Zoetrope: All-Story.
es editora ejecutiva del semanario británico The New Statesman, para el que ha cubierto también asuntos internacionales. Estudió en la Universidad de Saskatchewan y en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia. Ha trabajado además para The New York Times, la revista Time y Monocle.
Temática: 
Traducción:
Lucas Antón

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