1-O: razones para movilizarnos y votar

Gerardo Pisarello

05/09/2017

A pocas semanas del 1 de octubre, el escenario político catalán continúa atravesado de ruido y niebla. La hoja de ruta del gobierno de Junts pel Sí aún suscita muchos interrogantes y no acaba de interpelar a sectores sociales clave para llevar adelante un desafío como el que se plantea. Por otra parte, hay una realidad innegable: si las políticas de bloqueo del PP acaban imponiéndose de manera autoritaria, no sólo las legítimas aspiraciones al autogobierno de la ciudadanía catalana experimentarían un duro golpe. Muchas demandas democratizadoras que se plantean en el conjunto del Estado se verían también postergadas. En este contexto, quedarse en casa no parece una alternativa. Es más, movilizarnos (y votar, incluso con un "sí") puede ser una manera de rebelarse contra el autoritarismo centralista y de hacer avanzar un posible acuerdo plurinacional libre y entre iguales.

Desde la sentencia del Tribunal Constitucional contra el Estatut, el reclamo de independencia en Cataluña ha experimentado un crecimiento histórico. Este crecimiento se ha visto espoleado por las políticas recentralizadoras (y en muchos casos preautonómicas) del PP, marcadas por un nacionalismo de Estado ofensivo, incapaz de plantear ninguna alternativa en positivo al agotamiento del modelo actual.

Sin embargo, la posición central que se ha ido afianzando en la política catalana, más que el independentismo en sentido estricto, es el soberanismo, y dentro de éste, el soberanismo republicano y progresista. El soberanismo -independentista, confederalista, federalista- representa hoy una amplia mayoría de la sociedad catalana. Su principio básico es que Cataluña es una nación y que su pueblo tiene derecho a decidir su relación con España, sea la separación o algún tipo de vínculo libremente acordado. Dentro del soberanismo, por su parte, es clara mayoría el soberanismo republicano y progresista, esto es, el que defiende la necesidad de acompañar las reivindicaciones nacionales con reivindicaciones sociales, democráticas, medioambientales y de género avanzadas, así como con un compromiso claro con la regeneración ética y la lucha contra la corrupción.

En mi opinión, uno de los errores de la actual mayoría parlamentaria independentista ha sido no leer adecuadamente esta centralidad del soberanismo republicano y progresista. Ya en las elecciones del 27-S, los partidos independentistas obtuvieron una clara mayoría en escaños, pero no en votos. A pesar de ello, el gobierno de Junts pel Sí prometió llegar a la independencia en 18 meses. Pronto resultó obvio que el apoyo social disponible no hacía viable este proyecto. Entonces, se decidió impulsar una nueva consulta con vocación plebiscitaria, esta vez bajo la forma de un referéndum unilateral.

Supuestamente, este nuevo cambio en la hoja de ruta perseguía un doble objetivo. Por un lado, mostrar determinación a los ya convencidos y a los dudosos. Por otra parte, implicar en el proceso a sectores no independentistas. El éxito de la estrategia es discutible. El unilateralismo, en efecto, puede considerarse una alternativa legítima frente a un gobierno, el de Rajoy, que ha negado todo diálogo bilateral y que ha practicado el bloqueo de manera reiterada. Sin embargo, aplicado a un acto tan formalizado como un referéndum, implica algunos problemas innegables.

De entrada, dificulta la implicación de sectores no convencidos. Y es que un referéndum, a diferencia de otros actos unilaterales como la insumisión fiscal o movilizarse para detener un desahucio, exige asegurar ciertas garantías de imparcialidad que demandan la implicación (y exposición) de funcionarios públicos, un control amplio del aparato administrativo, policial y jurisdiccional, así como la inclusión de la oposición. Esta es una de las principales diferencias entre este tipo de desobediencia institucional y un acto de desobediencia civil.

Un referéndum unilateral de independencia requiere no sólo la imparcialidad de los convocantes, sino la adhesión de una estructura administrativa y jurisdiccional imprescindible para validarlos como tales, pero que, por diferentes razones, puede estar en contra de una iniciativa de este tipo. En cambio, una huelga, la ocupación del espacio público o un acto de desobediencia civil, dependen en gran medida, y casi de forma exclusiva, de la voluntad de quienes están dispuestos a impulsarlos y asumir sus consecuencias.

La opción por esta vía ha comportado un problema adicional: al tratarse de un desafío a la legalidad estatal (y autonómica) rodeado de múltiples formalidades y impugnable por diferentes razones, la mayoría independentista se ha visto forzada a ocultar información, evitar medidas imprescindibles que podrían exponer a dirigentes políticos (comprar urnas, etc.) e incluso restringir la transparencia y el debate parlamentario.

Esta aceleración ha dificultado en parte lo que era el objetivo de la iniciativa: un debate más profundo y con tiempo sobre el referéndum y sobre las consecuencias de una eventual independencia. Las objeciones a esta vía, de hecho, no sólo han provenido de sectores contrarios al derecho a decidir. Independentistas declarados, como Vicenç Fisas, advirtieron pronto sobre los puntos débiles de una estrategia de aceleración unilateral que, al no aspirar ni siquiera a un umbral mínimo de participación, podría terminar para desprestigiar un instrumento tan valioso como un referéndum de autodeterminación.

Muchos sectores populares, por otra parte, no entienden que la promesa de un referéndum unilateral no haya venido acompañada de medidas sociales, fiscales o medioambientales avanzadas que anticipen aquí y ahora la República que se aspira a construir. O lo que es peor, que el partido que encabeza la coalición de gobierno se haya negado a votar la moción de censura al PP, haya coincidido con la derecha española en muchas de sus políticas antisociales, mantenga entre sus cargos directivos a personas vinculadas a casos graves de corrupción, o cuente entre sus filas con un consejero de empresa que se jacta que con el gobierno actual no se ha revertido ni un solo concierto educativo ni sanitario.

No se trata de un elemento menor. Ciertamente, las movilizaciones soberanistas de los últimos años no son ni una invención burguesa ni el producto de la manipulación de un puñado de listillos. Su componente democratizador, anticentralista y antiautoritario es indiscutible. Pero este no es su único rostro. También han venido acompañadas de la irrupción de un cierto discurso "etnicista, clasista y ramplón", como lo ha definido Josep Lluís Carod Rovira, que aleja a mucha gente: desde sectores populares, especialmente castellanohablantes y recién llegados, hasta soberanistas abiertamente no nacionalistas. Y no sólo eso. Muy a menudo han sido el vehículo a través del cual una parte de la derecha ha pretendido frenar su decadencia y fustigar a sus adversarios progresistas, como muestran los reiterados ataques de un cierto nacionalismo en el ayuntamiento de Barcelona gobernado por los 'comunes'.

Esto bastaría para entender que muchas personas genuinamente catalanistas y de izquierdas que, de manera legítima, se niegan a participar y votar en el 1-O. Sin embargo, sería un error que las críticas necesarias a muchas de las políticas adoptadas por el gobierno de Junts pel Sí dejen la vía abierta a una intervención autoritaria del PP que lesione aún más el autogobierno de Cataluña y que quiera humillar sus instituciones.

La razón es sencilla. El soberanismo catalán, incluso en sus versiones más nacionalistas y conservadoras, no deja de ser un fenómeno defensivo, que no puede colocarse en ningún caso al mismo nivel del ofensivo nacionalismo españolista que se ha desplegado en los últimos años. Este nacionalismo de Estado, practicado por el PP y Ciudadanos (y desgraciadamente demasiado a menudo por el PSOE), es de hecho lo que está en el origen de la situación de bloqueo actual. Sin él no se entendería el auténtico golpe contra la Constitución que según Pérez Royo se perpetró con la sentencia sobre el Estatuto. Tampoco se entendería la instrumentalización del Tribunal Constitucional, de la Fiscalía y de órganos jurisdiccionales importantes realizada por el PP y denunciada tantas veces por entidades progresistas como Jueces para la Democracia. Y no se explicaría, tampoco, la utilización mafiosa de los servicios de inteligencia y policiales contra el soberanismo catalán, llevada a cabo con total descaro y alevosía.

Frente a esta ruptura reiterada de la legalidad vigente, se entiende que el derecho a decidir, o mejor, de autodeterminación, se alce como una respuesta legítima a la que la mayoría de la ciudadanía de Cataluña se niega a renunciar. Y no es la primera vez. Este derecho, reconocido en los pactos internacionales de derechos humanos, fue defendido por el grueso del antifranquismo democrático, incluido el PSC y el PSOE, y ha sido ratificado en numerosas ocasiones por el Parlamento de Cataluña. Que el gobierno catalán no esté en condiciones de asegurar por sí solo su ejercicio efectivo a través de un referéndum con plenas garantías puede atribuirse a una mala lectura del contexto político. Pero la responsabilidad principal debe imputarse al PP y sus aliados. Son ellos quienes, en vez de torpedearlo de manera sistemática, podrían haberle abierto camino a través de una simple reforma por mayoría absoluta de la ley orgánica de referéndum.

En un contexto así, un fracaso del 1-O sería más que el fracaso de la hoja de ruta de un gobierno. Sería un golpe decisivo a la posibilidad de avanzar en el ejercicio pleno del derecho a decidir. Y sería un golpe, también, a las iniciativas republicanas, democráticas, de impugnación del Régimen de 1978. En Cataluña, en Galicia, en Euskadi y en el conjunto de pueblos y territorios de España. Ante un escenario regresivo de este tipo, el soberanismo republicano y progresista no puede quedarse en casa. Al contrario, más allá de las discrepancias con la hoja de ruta del gobierno actual, las fuerzas de cambio cometerían un grave error si no se levantan contra el PP y sus ataques a las reivindicaciones democráticas de autogobierno. En Cataluña y fuera de ella.

En este contexto, si la Generalitat consigue que el 1-O haya urnas y espacios para votar, sin poner en riesgo a los trabajadores municipales, sería difícil no implicarse. Para frenar la prepotencia del PP y como acto de afirmación soberana. Este voto podría, de manera legítima y con razones de peso, ser un voto en blanco, por el ‘no’ o por el ‘sí’. De hecho, un voto por el ‘sí’ incluso tendría sentido desde la discrepancia con la hoja de ruta gubernamental. Primero, como una forma de rebelión contra el centralismo y el autoritarismo. Y segundo, porque también sería una manera de avanzar hacia la propuesta de fondo mayoritaria entre los 'comunes' y arraigada en una tradición que va de Pi i Margall a Joaquin Maurin y Lluís Companys: un acuerdo plurinacional, respetuoso y entre iguales, que ponga en cuestión el proyecto oligárquico y elitista de "conllevancia" que se ha impuesto en los últimos años y que abre paso a una nueva convivencia republicana, libre y solidaria entre los diferentes pueblos y gentes peninsulares.

Para que esto sea posible, es imprescindible, como sugería recientemente el soberanista republicano gallego Xosé Manuel Beiras, que las fuerzas progresistas y republicanas españolas comprendan que buena parte de los soberanismos 'periféricos' son aliados objetivos suyos. Y que los movimientos soberanistas y progresistas de las 'periferias' comprendan que, sin iniciativas que faciliten la alianza con estas otras fuerzas, difícilmente se ganará la batalla democrática que todos tenemos contra los protagonistas del chovinista y reaccionario régimen actual.

A partir de estas consideraciones, un 'sí crítico' al 1-O -anticentralista, social y fraternal- aparece como una propuesta que buena parte del soberanismo progresista podría hacer suya. Con un objetivo irrenunciable: facilitar las alianzas que permitan, lo antes posible, el impulso de verdaderas propuestas constituyentes, de refundación republicana, municipalista e internacionalista, en las naciones 'periféricas', en el conjunto del Estado y seguramente en Europa.

Este republicanismo del siglo XXI no puede dejar de cuestionar el papel que la restauración borbónica ha tenido en la consolidación de un régimen insuficientemente democrático, económicamente especulativo e insostenible, y nada respetuoso del pluralismo nacional de la "piel de toro". Pero debe incluir, sobre todo, una serie de principios y reglas que aseguren la regeneración ética, el progreso social, la defensa de los bienes comunes, el respeto a la diversidad, la solidaridad entre las generaciones presentes y futuras y la radicalización democrática (incluido el derecho de los pueblos a autodeterminarse y a compartir libremente soberanías entre ellos).

El gran reto es conseguir que este proyecto de fondo se abra paso entre la niebla y el ruido actuales, el 1-O y los días siguientes. Si lo conseguimos, habremos contribuido modestamente, desde nuestro pequeño país, a crear un horizonte de mayor libertad, más amable y menos brutal, para todas las mujeres y hombres del común, en la península y más allá.

Miembro del comité de redacción de Sin Permiso, profesor de derecho constitucional y primer teniente alcalde de Barcelona.
Fuente:
http://www.elcritic.cat/blogs/sentitcritic/2017/09/05/1-0-raons-per-mobilitzar-nos-i-votar/
Traducción:
Roger Tallaferro

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