Turismo: Nuestra propia porquería

Daniel Raventós

Julie Wark

01/12/2018

No es una sensación agradable salir a tu hermoso barrio medieval con una maldición en la punta de la lengua que pronto lanzarás a la primera manada de humanos que intenten matarte o atropellarte. En la temporada turística uno arriesga la vida cuando sale de compras porque multitudes de adultos sobre ruedas, ciegos ante todo menos ante la banderita ondeada por su cabecilla, se deslizan por la calle en segways, bicicletas, patinetes motorizados, patines y monopatines. Los lugareños no existimos. Nos arrollarían sin piedad si pensaran que podríamos separarlos del grupo, y tan solo por dos metros. Tu vocabulario de verano se vuelve grosero: ¡lárgate!

Las llegadas de turistas internacionales crecieron un 7% en 2017 hasta alcanzar los 1,322 billones. Las protestas anti turistas también crecieron, desde Ámsterdam hasta Venecia, pasando por Barcelona, Dubrovnik, Hvar y Reykjavik. Venecia, con sólo 55.000 residentes permanentes, recibe 20 millones de turistas al año. El Ayuntamiento de Roma regula ahora cuestiones que deberían ser básicas de buena educación: no nadar como un perro en fuentes públicas, no tirar comida al suelo, no emborracharse y hacer ruido en las calles por la noche. Los portadores de los palos selfie amenazaron al Coliseo tan seriamente que estos fueron prohibidos. Barcelona ha visto muchas protestas. Los carteles de protesta contra Airbnb dicen: “Bienvenidos turistas. El alquiler de apartamentos vacacionales en este barrio destruye el tejido sociocultural local y promueve la especulación. Muchos residentes locales se ven obligados a mudarse. Disfruta de tu estancia”, o, más brevemente, “Turistas, iros a casa. Refugiados bienvenidos”. Algunos barrios tienen más alojamiento turístico que viviendas para los residentes. Estas zonas pierden su espíritu con tiendas de comida rápida o de suvenires basura y pubs irlandeses. Desaparecen las tiendas de legumbres, las panaderías, las zapaterías y todos los lugares que alguna vez formaron un vecindario.

Si vives en un destino turístico, tienes que aguantar pandillas de borrachos bramando el “cumpleaños feliz” a las 3 de la madrugada, guías turísticos inventándose la historia local y exigiendo aplausos justo debajo de tu balcón, y otros tipos de contaminación acústica. Los espacios públicos, especialmente en Londres, se convierten en “Pops”, espacios públicos de propiedad privada, acondicionados para los turistas, utilizados exclusivamente como lugares de paso o para el consumo, pero no como lugares tranquilos donde las personas sin hogar puedan descansar un rato, o donde puedan producirse manifestaciones, todo lo cual significa un nuevo ataque a la democracia. El turismo “cultural” degenera en, digamos, hordas de mirones boquiabiertos que echan a perder Dubrovnik o las antiguas ruinas de Irlanda del Norte siguiendo el rastro de Game of Thrones. La cultura en Edimburgo es tal mina de oro que Richard Branson quiere construir un hotel de once pisos que bloqueará el 82% de la luz de la Biblioteca Central. Pocos lugareños asisten ya a fiestas tradicionales como la de Hogmanay, porque hay demasiados turistas. Tiempo atrás, el antiguo arte de la construcción de cairns en Escocia señalaba el camino a través de un terreno difícil y nebuloso. Ahora el apilamiento de piedras es un hábito extendido que puede confundir a las personas que se pierden en los páramos nebulosos, erosiona el suelo, aniquila a los pequeños invertebrados en la parte inferior de las piedras superpuestas, y daña los nidos de aves como los ostreros. Islandia, con una economía volátil que depende cada vez más del auge turístico (10% del PIB y más de 2.000.000 de visitantes en 2017), se enfrenta a un deterioro social y medioambiental. Hay relatos de turistas que defecan en cualquier lugar del campo, acampan en lugares inapropiados, roban señales de tráfico, matan ovejas y desentierran grandes superficies de musgo. Los precios para los lugareños están aumentando vertiginosamente.

La Asociación de Agencias de Viajes Británicas estima que en 2015, más de 1,3 millones de turistas británicos se desplazaron al extranjero para celebrar despedidas de solteros y solteras. Este incongruente rito nupcial cuesta alrededor de 1.000 libras esterlinas por persona, aportando pocos beneficios económicos para el destino y costos sociales derivados de la embriaguez de los turistas o de su comportamiento agresivo y también daños ambientales. Y, llegado este punto, acabemos con el mito: el turismo no crea buenos empleos. En el Reino de España, por ejemplo, el turismo aumentó un 20% entre 2008 y 2016, y el empleo creció un miserable 0,7%. Y pregúntale a las limpiadoras y los limpiadores de hotel sobre ello. No sindicalizadas, trabajan interminables horas por un salario insuficiente (los directores generales pueden ganar más en una hora de lo que gana una limpiadora en un año), se enfrentan a riesgos de seguridad y salud, acoso sexual, intimidación, y tienen la preocupación constante de ser despedidas de forma arbitraria.

La promesa de Airbnb era crear una “economía compartida”, una feliz comunidad global donde todos pudiéramos conocernos mejor pasando unos días en casa del otro y democratizando la industria del turismo (lo que ha ayudado a hacer fortuna a gente como Sheldon Adelson, Donald Trump, Richard Branson, entre otros), dejando que los peces pequeños también ganen dinero con sus “auténticas” propiedades (o pisos alquilados), pero esta democracia nació ya muerta porque el alojamiento vacacional es una mina de oro para los grandes propietarios que compran propiedades para alquilarlas y contratan a agencias para que las gestionen. Estos grandes propietarios ganan mucho más con los alquileres temporales para los viajeros de Airbnb que con los inquilinos a tiempo completo que luchan por sobrevivir con salarios bajos gracias a la catástrofe económica del mismo sistema en el que florece Airbnb. Muchas personas no pueden permanecer en su vivienda alquilada cuando les suben entre un 50-100% el precio del alquiler momento de la renovación del contrato. La gente joven es especialmente vulnerable. El Ayuntamiento de Barcelona está intentando frenar esta tendencia mediante la imposición de multas y la restricción de licencias a empresas como Airbnb y HomeAway y la ampliación de la vivienda pública. Ámsterdam, Lisboa y París están introduciendo medidas similares, y Berlín ya ha prohibido a los propietarios alquilar apartamentos a través de Airbnb.

La industria turística es uno de los motores que han provocado el paso de los mercados regulados hacia el capital privado, que impulsa la homogeneización global en favor de las potencias hegemónicas, y se beneficia de la falta de intervención estatal (excepto en cuestiones de vigilancia y seguridad y en los poderes discriminatorios que deciden quién entra y quién no). El auge de la industria hotelera mundial a partir de mediados de la década de 1980 se produjo cuando la globalización y la expansión del capitalismo financiero proporcionaron el escenario perfecto para la expansión de los cárteles que han sustituido los viejos ideales de la hostelería (y sus connotaciones de hospitalidad) por los consorcios hoteleros, casinos, campos de golf y puertos deportivos. Trump, por supuesto, personifica este sucio negocio. Las empresas transnacionales que vendían el “sueño viajero” pronto pudieron explotar las nuevas formas de obtener liquidez de las inversiones. La mayoría posee compañías ficticias que ocultan en los rincones más oscuros de la economía global, facilitando los flujos de capital y finanzas que no aparecen en los registros contables. Sin control público, este dinero negro actúa como un fondo de reserva ilegal para los negocios que ahora dominan las economías globales y locales, en este último caso acompañado de prácticas caciquiles. Al no estar regulados, pueden hacer negocio con regímenes represivos “estables” (como Indonesia, República Dominicana o Marruecos, por ejemplo), reforzándolos aún más. A medida que aparecen más aeropuertos, hoteles, carreteras, trenes rápidos y puertos deportivos en los destinos turísticos, menos dinero público se gasta en vivienda, educación, salud y bienestar. La situación es aún peor en los países pobres, donde se privatizan recursos que han sido tradicionalmente comunes, como la tierra, el agua, zonas de caza y pesca y donde se devastan cientos de comunidades.

El turismo encaja perfectamente en la estructura de la llamada Cuarta Revolución Industrial (o digital), que fusiona tecnologías que mezclan las esferas física, biológica y la de la realidad virtual. No contemplas un lago, pero te haces una foto a ti mismo haciendo ver que estás contemplando un lago. El ecoturismo o “turismo de desarrollo sostenible”, el “turismo de chabolas” y el “turismo de voluntariado” pueden sonar políticamente correctos pero, básicamente, suponen más estragos. Basta con echar un vistazo al querido proyecto de Bill Clinton (“reconstruyendo mejor”) para el lujoso Hotel Marriott en Puerto Príncipe (Haití), azotado por el terremoto. O el vertedero a gran altitud del Monte Everest (8,5 toneladas de basura limpiadas de las laderas del norte en mayo de 2018, según el periódico chino Global Times). También en Europa, montañas como el Montblanc y el Aneto están sufriendo graves daños medioambientales, gracias a multitudes que tiran su basura y arriesgan sus vidas (y las de los rescatadores). Todo por un selfie ecológico. El resultado es que los derechos de los pobres son pisoteados en las partes más apartadas del mundo. Todo les es arrebatado por personas que disparan a los elefantes, patentan plantas arrancadas de las selvas, roban diseños de tejidos indígenas y destruyen ecosistemas delicados.

En Ghana, por ejemplo, el turismo, que hasta la década de 1990 estaba controlado principalmente por el sector público, no ha aportado ningún bien público. Los mercados globales rápidamente demandaron la mercantilización institucional de la producción de utensilios en el reino de Ashanti, donde, dada una creciente demanda turística de prendas tradicionales, el Estado y las agencias de ayuda internacional impusieron la producción en masa. Esto ha tenido efectos nefastos en la cultura y la sociedad ashanti y en el arte de tejer uno mismo, del que los jóvenes están ahora excluidos, ya que el poder del sector turístico se concentra cada vez más en manos decididas por fuerzas externas.

Las personas han viajado desde que Abel dejó atrás a su hermano Caín y se fue a pastorear sus rebaños a otros lugares. Una vez, el impulso de viajar pareció estar relacionado con una pregunta muy humana: ¿quién soy yo? Una manera de tratar de conocernos a nosotros mismos es mirarnos en el espejo del Otro, tal vez como una manera de tratar de averiguar quiénes pensamos que no somos. Ahora aquellos que no somos son borrados de la historia por la moda del selfie. La cual es, sin duda, una perfecta representación de una “cultura” alienada y narcisista. Cuando no se conquistaba, los viajeros solían tratar de buscar su lugar en el mundo explorando lugares difíciles como los pasos de montaña, los hielos flotantes del Ártico o el Amazonas. O hacían peregrinaciones. Ahora, con la desaparición de los imperios que una vez se expandieron y el surgimiento del mono-imperio, la gente con dinero para viajar puede conectarse a Internet, encontrar las ofertas más baratas y más atractivas y, alegremente ignorantes, aparecer de repente en lugares lejanos. Antiguos lugares sagrados o campos de exterminio se han convertido, de forma estrafalaria o macabra, en parques temáticos, o se vuelven peligrosos después de que los turistas y los trabajadores de las ONG sean secuestrados o asesinados. El turismo del tipo “nuevo lugar cada año”, está desprovisto de cualquier sentido de investigación y logro. ¿Pero a quién le importa? Cuando los modelos de negocio privatizados aplicados en la educación se extienden para cuantificarlo todo, no es necesario aprender o experimentar nada nuevo o desafiante. Sólo tienes que tachar los lugares de tu lista y obtener esa foto con tu cara tapando una buena parte de la Esfinge de Giza. Lo que no debes hacer es emular a Claude Levi-Strauss quien entendió que, “Lo primero que vemos cuando viajamos alrededor del mundo es nuestra propia porquería, arrojada a la faz de la humanidad”. Es aleccionador releer Tristes Trópicos (1955) ahora que viajar es sólo otro artículo de consumo masivo. “Cuando el espectro o arco iris de las culturas humanas se haya sumido finalmente en el vacío creado por nuestro frenesí; mientras sigamos existiendo y haya un mundo, ese tenue arco que nos une a lo inaccesible permanecerá, para mostrarnos el curso opuesto al que conduce a la esclavitud; el hombre puede ser incapaz de seguirlo, pero su contemplación le otorga el único privilegio a través del cual puede dignificarse...”. Estas palabras son especialmente dolorosas cuando toda nuestra basura, todos los rastros químicos del turismo de masas, los océanos asfixiados con botellas de plástico y la extinción de especies galopantes, está amenazando al planeta entero. El turismo es inseparable de la vivienda, la educación, la salud, y las cuestiones sociales, medioambientales, raciales, el empleo y la explotación. O lo que es lo mismo, capitalismo neoliberal. Y aquí es donde reside el verdadero “problema turístico”.

es editor de Sin Permiso, presidente de la Red Renta Básica y profesor de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona. Es miembro del comité científico de ATTAC. Sus últimos libros son, en colaboración con Jordi Arcarons y Lluís Torrens, "Renta Básica Incondicional. Una propuesta de financiación racional y justa" (Serbal, 2017) y, en colaboración con Julie Wark, "Against Charity" (Counterpunch, 2018).
es autora del “Manifiesto de derechos humanos” (Barataria, 2011) y miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso. En enero de 2018 se publicó su último libro, “Against Charity” (Counterpunch, 2018), en colaboración con Daniel Raventós.
Fuente:
Counterpunch, vol. 25 núm 5
Traducción:
Sara Suárez Gonzalo

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