Tsunami: el archipiélago del horror

Mike Davis

01/07/2005

Laupahoehoe significa "pie de lava" en hawaiano. Hace miles de años la lava cayó como cascada por un empinado cañón del majestuoso Mauna Kea y formó una especie de meseta plana entre los altos riscos de la costa de Hamakua, al oriente de la isla de Hawai. Punta Laupahoehoe se convirtió en un centro ceremonial de gran importancia para los nativos y el único punto de desembarque en los 84 kilómetros de costa rugosa. A principios del siglo XX las plantaciones de caña trepaban los flancos del Mauna Kea, y la escuela del lugar se hallaba en dicha punta: un sitio idílico bajo las palmeras, a sólo 30 metros sobre la playa. Pero el primero de abril de 1946, después de un gran terremoto en las islas Aleutianas, un tsunami del tamaño de una montaña golpeó la costa de Hamakua sin aviso alguno. Los niños llegaban a la escuela de Laupahoehoe cuando el océano se retiró repentinamente, y dejó al descubierto el arrecife de coral y el fondo del mar. Los aterrorizados estudiantes y sus maestros corrieron a la playa. Luego el mar regresó como una pared de agua de más de 10 metros. Los niños gritaban mientras corrían hacia los edificios de la escuela. Veinticuatro no llegaron. Fueron barridos por el mar y se perdieron para siempre.

Durante el 50 aniversario de la tragedia, me hallaba viviendo en Laupahoehoe y me uní a muchos cientos de mis vecinos en una ceremonia conmemorativa en Punta Laupahoehoe. Se pusieron toldos para que los viejos platicaran con los niños de la comunidad e hicieran el relato vívido de lo que ocurrió aquel terrible día de 1946. Los estudiantes grabaron los testimonios.

Leonie Kawaihona Laeha, uno de los sobrevivientes, dijo: "venía muy alta la ola, más arriba de los cocoteros. Todos los niños que habían bajado a la playa corrían entre los árboles por el camino". Cerca de ahí, Yasu Gusukuma, de 16 años, vio cómo "el agua rodeaba de la punta y bullía en el centro. Las chozas giraban en la superficie del agua, se colapsó un templete y ella corrió hacia la colina lo más rápido que pudo". Otros recuerdan cómo algunos de los niños murieron instantáneamente cuando el tsunami los aventó contra las rocas o los revolcó por entre los árboles. Más de 12 fueron barridos vivos a las aguas infestadas de tiburones. "Algunos de los jóvenes se aventaron a nadar, atados con cuerdas, y lograron asir a varios de los niños que flotaban por ahí. Pero muchos estaban muy lejos". Antes de que cayera la noche algunos de los rescatistas, montados en un yate prestado, salvaron a dos niños que se colgaban de un árbol de luahala y a un maestro que pudo alcanzar una de las balsas de goma que soltaron los aviones de la marina. Tres niños más fueron rescatados a la mañana siguiente, pero otros, que fueran avistados en la mañana en troncos, nunca se encontraron.

Cincuenta años después, la tragedia sigue siendo sobrecogedora. Después de una mañana de rememoración e historias, todo mundo se reunió en el centro de la comunidad para comer puerco luau, arroz y poi. Algunos pocos viejos deambulaban tristes por entre las ruinas cubiertas de yedra de los sanitarios destruidos en 1946. Los lavabos oxidados eran muy evidentes. Por la tarde, todos los habitantes de Laupahoehoe, conducidos por la banda de la escuela, marcharon hasta el modesto monumento de lava grabado con los nombres de los niños muertos y de sus jóvenes profesores. El coro cantó en hawaiano un himno conmovedor y los católicos, los budistas y los mormones dijeron algunas plegarias ecuménicas. La directora de la escuela, Jane Uyehara, nos recordó que la punta, "este sitio hermoso y especial", era una "gracia de Dios para los muertos". Muchos lloramos, conforme las olas se arremolinaban en torno a nosotros.

Hoy, de Somalia a Sumatra hay cientos, tal vez miles, de Laupahoehoes, cada uno con su propia saga de conmoción, muerte y heroísmo. Un archipiélago de horror y pena se extiende por todo el océano Indico. Dentro de 50 años los ojos se volverán a bañar en lágrimas al recordar el 26 de diciembre de 2004.

Qué lecciones podemos aprender de tales catástrofes. La gran isla de Hawaii, que sufrió otra tragedia de tsunami en 1960, está ahora protegida por un sistema de alerta temprana de la más alta tecnología. Hay sirenas en todas las playas, rompe olas nuevos, muy impresionantes, y se reconstruyeron algunas áreas bajas. Los volcanes y las zonas de subducción que bordean toda la cuenca del Pacífico hacen que, en cada generación, sea inevitable la ocurrencia de mortales tsunamis. Pero aun las olas gigantes que se mueven a la velocidad de jets de pasajeros toman horas en cruzar los grandes océanos. Hace dos meses miles habrían podido salvarse en el océano Indico con tan sólo una simple llamada telefónica o un mensaje por radio que condujeran a la organización local de la emergencia. Los países ricos, al igual que los pobres, tienen que asumir la responsabilidad de construir un sistema verdaderamente global de seguridad geofísica y alerta temprana. Dado que la mayor parte de la humanidad vive ahora en regiones costeras, tal sistema es indispensable. Es una prioridad obvia.

Los tsunamis "asesinos" son muy raros en el océano Indico, pero las inundaciones costeras y el aumento en el nivel del mar entrañan riesgos mortales para decenas de millones. No hay país más amenazado por los impactos del calentamiento global -especialmente por la combinación de más poderosos y frecuentes tifones y los aumentos en el nivel del mar- que Bangladesh. Las inundaciones ocasionadas por tormentas matan regularmente a miles y diseminan enfermedades epidémicas como el cólera. Se gastan miles de millones en salvar de la inundación los tesoros de Venecia, pero hay millones de vidas en riesgo inminente en el Golfo de Bengala. Además, las olas que barrieron las Malvidas y las Andamas hace unas semanas, son un recordatorio terrorífico de que naciones enteras, situadas en islas, se hunden. Los países industriales, cuyos automóviles e industrias contaminantes cambiaron el clima del planeta, deben ayudar a proteger a los habitantes pobres de las costas amenazadas por los tsunamis.

Traducción: Ramón Vera Herrera

Mike Davis es miembro del Consejo Edotorial de SINPERMISO

Fuente:
La Jornada 26 febrero 2005

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