Relativismo antielitista y tecnocracia neoliberal: una alianza impía

Terry Eagleton

05/09/2005

La fantasmal música de Mastermind lo dice todo. Los intelectuales son criaturas misteriosas, escalofriantes, parecidas a los alienígenas en su distanciamiento clínico respecto del mundo cotidiano de los humanos. Pero también lo podríais ver al revés. Si los intelectuales son temidos como siniestramente cerebrales, también son compadecidos como figuras zumbonas que se ponen los calzoncillos del revés, excéntricos inofensivos que saben el valor de todo y el precio de nada. Alternativamente, podéis rechazar ambos puntos de vista y ver a los intelectuales como gentes que no son desapasionadas ni ineficaces, sino, muy al contrario, susceptibles de ser denunciados como ideólogos peligrosamente partidistas que fueron responsables de las Revoluciones francesa y bolchevique. Su problema sería el fanatismo, no la frigidez. Comoquiera que sea, tendréis a la intelligentsia agarrada del pescuezo.

Lo que parece explicar por qué el intelectual clásico, del tipo heroico à la Jean Paul Sartre, Frantz Fanon y Hannah Arendt, ha sido reducido al silencio. Sin embargo, hay razones más profundas, como se encarga de demostrar Frank Furedi en un nuevo libro de vital importancia.(*) Nosotros hemos heredado de la Ilustración dieciochesca la idea del intelectual que valora la verdad, la universalidad y la objetividad: nociones, todas éstas, que la post-modernidad ha convertido en sumamente sospechosas. Como afirma Furedi, esas ideas acostumbraban a ser salvajemente combatidas por la derecha política, porque socavaban los cimientos del prejuicio, de la jerarquía y de la costumbre. Actualmente, por una ironía histórica alternativa, están bajo el fuego asaltante de cierta izquierda cultural.

En la época de Sontag, Said, Williams y Chomsky, sectores enteros de la izquierda se comportan como si estos hombres y mujeres ya no fueran posibles. Muy pronto, no lo dudéis, imitarán el tic nervioso que lleva a la derecha, cada vez que aparece la palabra "intelectual", a anteponerle la expresión "así llamado". Los derechistas hacen eso porque se figuran que "intelectual" significa "tremendamente listo", un piropo que no están nada dispuestos a regalar a sus adversarios. De hecho, hay intelectuales de inteligencia deslustrada, lo mismo que hay chefs incompetentes. La palabra "intelectual" es la descripción de una profesión, no una carta de recomendación.

Un signo distintivo del intelectual clásico (más recientemente bautizado como "teórico") era que  rechazaba su ubicación en una única disciplina. Se proponía más bien componer críticamente las ideas para enfrentarse a la vida social como un todo. En este sentido, Polly Toynbee es un intelectual, pero la mayoría de los dons de Oxbridge, no. De hecho, una definición rápida de intelectual podría ser ésta: "más o menos, lo opuesto de un académico". Ahora bien; una vez que se considera que la sociedad es demasiado compleja para ser conocida como un todo, la idea de verdad es presa fácil del especialismo y del relativismo. Puesto que ahora solo podéis conocer vuestra propia y minúscula parcelita, la crítica social por el estilo de la que practicaban los intelectuales convencionales se colapsa. No hay ya imagen global alguna, un hecho por el que nuestros dominadores nos están profundamente agradecidos. Y puesto que el punto de vista de cualquiera resulta ahora tan bueno como el de cualquier otro, la autoridad que sostenía esa crítica ha disminuido con ella. Sugerir que vuestras convicciones antirracistas son de una u otra forma superiores a mis convicciones antisemitas, viene a sonar intolerablemente elitista. Sostener que las instituciones de la cultura y de la enseñanza deberían gozar de algún grado de autonomía es ridiculizado como torremarfilismo. Pero autonomía significa espacio para la crítica tanto como espacio para la irresponsabilidad. Una distancia privilegiada respecto de la vida cotidiana también puede ser una distancia productiva. Los académicos que se dedican a la crítica literaria tienen más probabilidades de evolucionar a la izquierda que los intermediarios de las compañías de seguros.

Una sociedad obsesionada con la economía del conocimiento, argumenta Furedi, está reñida con el conocimiento. Pues la verdad deja de ser preciosa por sí misma. Lo cierto es que la idea de hacer algo sólo por amor a la verdad siempre ha encontrado la resistencia de los utilitaristas filisteos, desde el señor Gradgrind de Charles Dickens hasta nuestro señor Blair. En una fase más temprana del capitalismo, el conocimiento no resultaba tan vital para la producción económica; una vez que eso ha cambiado, el conocimiento se torna una mercancía, y los intelectuales críticos se convierten en ingenieros socialmente sumisos. Ahora, el conocimiento es valioso, sólo si puede usarse como instrumento para alguna otra cosa: cohesión social, control político, producción económica. Con brillante penetración, Furedi sostiene que esta degradación instrumental del conocimiento es precisamente la otra cara de la moneda del irracionalismo postmoderno. El místico y el gerente están en secreta connivencia.

Con el declive del intelectual crítico, el pensador da paso al experto, la política se convierte en tecnocracia, y la cultura y la educación truecan en formas de terapia social. La promoción de las ideas cede el paso a la provisión de servicios. Arte y cultura llegan a ser formas substitutivas de la cohesión, la participación y la autoestima en una sociedad profundamente dividida. La cultura se despliega para hacernos sentir bien con nosotros mismos, no para inquirir en las causas de esas divisiones, lo que trae consigo la implicación de que la exclusión social es simplemente un asunto psicológico.  Que sentirnos mal con nosotros mismos sea el primer paso hacia la transformación de nuestras circunstancias es cosa que se pasa paladinamente por alto. Lo que importa no es la calidad de la actividad, sino si saca a las gentes de las calles. Justificaciones extravagantes de la cultura se amontonan píamente: puede curar el crimen, promover los vínculos sociales, incluso prevenir el síndrome de inmunodeficiencia adquirida. Sirve para sanar el conflicto y crear comunidad –un argumento, éste, irónicamente dilecto del coco de los antielitistas, Matthew Arnold—. Como señala Furedi, el arte puede tener realmente efectos sociales profundos; pero raramente cuando su valor como arte se deja tan de ligero de lado.

El factor "sentirse bien" florece también en la educación. A los académicos universitarios se les invita a guardarse de fomentar debates entre posiciones confrontadas, si eso fuera a herir los sentimientos de alguien. ¿Y a qué embarcarse en ellos, de todas maneras, si lo que cuenta no es la verdad, sino la autoexpresión? El "aprendizaje centrado en el estudiante" parte del supuesto de que la "experiencia personal" del estudiante ha de ser reverenciada antes que desafiada. La gente ha de ser confortada, antes que confrontada. En lo que un sociólogo norteamericano ha llamado la macdonalización de las universidades, los estudiantes son redefinidos como consumidores de servicios, no como participantes más jóvenes en un servicio público. Ese falsario populismo, como señala Furedi, constituye de hecho un apenas velado paternalismo, que da por supuesto que los hombres y las mujeres comunes no están preparados para ver cuestionadas sus experiencias. Las discriminaciones intelectuales rigurosas son estigmatizadas como "elitistas", lo que en sí mismo es precisamente una actitud elitista, pues las personas del común jamás han dejado de discutir acaloradamente sobre todo, desde películas hasta clubs de fútbol. Entretanto, las bibliotecas tratan frenéticamente de parecer cualquier cosa menos bibliotecas, o evitar palabras elitistas tan intimidatorias como "libro".

De modo muy interesante, Furedi no presenta ni a las fuerzas del mercado ni al crecimiento del profesionalismo como los villanos principales de esta penosa historia. Para él, el factor principal son las políticas de inclusión, las cuales, en su opinión, amenguan las capacidades de las mismas gentes a las que tratan de servir. En su variante pesimista, eso implica que la excelencia y la participación popular están condenados a ser opuestos. Pero si la argumentación de Furedi es tan vigorosa y robusta, ello se debe a que no estamos ante una versión travestida de Melanie Phillips. Todo lo contrario: Furedi es un demócrata radical que rechaza el pesimismo cultural, desprecia la idea de una edad de oro y aplaude los progresos realizados por la cultura contemporánea. Lo que él pone en cuestión son las políticas que, enmascaradas bajo la lisonja de las identidades actuales de las gentes, desprecian su potencial de auto-transformación.

¿A dónde han ido todos los intelectuales? es una intervención valiente, también porque se arriesga a ser confundida con una nueva jeremiada derechista. Junta un montón de cosas importantes en sus 150 páginas, y fiel a sus lealtades ilustradas, da cauce a un argumento explosivo en unos términos admirablemente templados. Tal vez su misma existencia es testigo del hecho de que sus peores temores todavía no se han cumplido.

Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss.

Terry Eagleton es un prestigioso crítico literario marxista británico. Su último libro es The English Novel: an introduction (Blackwell, Oxford, 2005). En lengua castellana han aparecido recientemente sus divertidas memorias autobiográficas El Portero Luis María Brox, trad., Debate, Barcelona, 2004), así como su muy recomendable ajuste de cuentas con la "teoría" social y cultural postmoderna: Después de la teoría (Ricardo García Pérez, trad., Debate, Barcelona, 2005).

(*) Frank Furedi, Where Have All the Intellectuals Gone? Confronting 21st Century Philistinism, Continuum, Londres, Nueva York, 2004, 176pp, £12.99 (l4.00 €) 

Fuente:
newstatesman, 13 septiembre 2004

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