Referéndums, ¿sí o no?

Neal Ascherson

14/10/2017
La semana pasada nos trajo dos votaciones apasionadas y dramáticas por la independencia, en el Kurdistán iraquí y en Cataluña, España. Todo el mundo, incluidos los que desestimaron ambas votaciones por ilegales y sin sentido, los llamó “referéndums”. Pero, ¿lo fueron? En la práctica, los dos términos —”referéndum” y “plebiscito”— están irremediablemente enmarañados. 
Mi joven amigo Joan (en su país nombre masculino) acaba de votar Sí a la pregunta “¿Debería Cataluña convertirse en una república independiente?”. Me envía un correo electrónico: “Depositée [sic] mi voto con los ojos humedecidos” y una foto le muestra sonriendo con el fin de aguantar las lágrimas mientras introduce su voto en la urna. A esto lo denomina referéndum.
A Willy, mi difunto amigo alemán, bastante más antiguo, que estaba en el colegio en 1921, le pusieron una bayoneta francesa en el trasero durante un plebiscito. Alemania y el resurrecto Estado polaco reclamaban ambos la cuenca del carbón y acero de la Alta  Silesia. No habían resuelto nada dos sangrientas insurrecciones, de modo que las Potencias Aliadas dispusieron en Versalles un plebiscito, distrito por distrito, para determinar las fronteras.  
Debían supervisarlo las tropas aliadas. Pero los soldados franceses favorecían descaradamente a los polacos, de manera que en el apogeo de la campaña del plebiscito,   Willy y un puñado de escolares alemanes de Gleiwitz (Gliwice) abuchearon imprudentemente a una patrulla francesa, que cargó contra ellos a la bayoneta calada. El resultado del plebiscito lo rechazaron los polacos, que se quejaron de que cientos de miles de alemanes con escasa vinculación con Silesia habían sido transportados hasta allí para votar. Sólo después de una tercera insurrección y una batalla brutal en Annaberg se dibujó una nueva frontera, que nadie consideró aceptable. 
En Irlanda, una votación para aceptar una nueva Constitución es un plebiscito, pero una votación para enmendarla (como la votación del año próximo para eliminar la clausula contraria al aborto) es un referéndum. En Australia, un plebiscito es una consulta no vinculante, destinada a examinar a la opinión pública sobre alguna cuestión y calibrar si hay una mayoría a favor del cambio. Los australianos están celebrando en este momento un plebiscito postal sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo. Un referéndum, por contraposición, constituye un voto vinculante sobre un cambio constitucional. 
Pero la mayoría del mundo, en estos días, denomina referéndum a cualquier decision por voto popular directo. A los estados nacionales les desagradan, pues tienen la impresión de que supone confesar un fracaso de la democracia representativa. Francia es un país que ha tratado de domesticar el referéndum. En un principio, los republicanos franceses lo condenaron como herramienta del bonapartismo, puesto que lo utilizaba Napoleón III en el siglo XIX para esquivar parlamentos y basar su dictadura en “el pueblo”. Pero posteriormente, los republicanos introdujeron la medida en sus curiosas reglas para un ordenado cambio de régimen: primero, revolución, gobierno provisional luego a fin de preparar elecciones para una asamblea constituyente que elabore una nueva Constitución; viene después un referéndum para aprobar la Constitución; y luego, finalmente, las elecciones parlamentarias de la nueva República.
Algunos “savants” creen que un referéndum debería celebrarse solo para ratificar o rechazar una decision ya adoptada por una asamblea legislativa. Otros, entre ellos Adolf Hitler, han celebrado referéndums denominados retrospectivos para aprobar algo que ya se había ejecutado y que ciertamente no se revocaría fuera cual fuese el resultado. A veces, el electorado es tan imbécil y está tan hipnotizado que marcha, con cantos y flores, hasta los colegios electorales, como fue el caso del referéndum nazi para aprobar el Anschluss de Austria al Reich en 1938. A veces, tenían que desaparecer unos cuantos opositores y había que “ajustar” los resultados. Muy recordada es la sátira anterior a la guerra del humorista gráfico británico David Low de un referéndum nazi: “¡Consigan aquí su JA! ¡Pongan aquí su JA!”.
Mi primer referéndum fue en 1979, convocado para aplicar o rechazar la propuesta de un gobierno laborista de una Asamblea Escocesa transferida. Pero en el último momento, la votación se convirtió en una trampa. Una enmienda hostil decretó que el voto del Sí sería válido únicamente si lo respaldaba el 40 % del electorado inscrito. Resultó algo característico de las formas en que se puede retorcer un referéndum. Puede que sea ser razonable exigir, digamos, que el 75 % de quienes voten deben dar su asentimiento a una propuesta importante. Pero ese objetivo del 40 % del conjunto del electorado, calculado sobre un censo electoral muy anticuado, vino a significar que tanto los abstencionistas como los muertos, votaban, en efecto, que No. En consecuencia, hubo una pequeña mayoría a favor del Sí, pero la participación no quedó en ningún sitio cerca del umbral del 40 %. Siguieron décadas de amargura. 
El siguiente referendum para un Parlamento escocés se produjo en 1997: planteado con imparcialidad y con una campaña que se desarrolló tranquilamente, produjo un abultado veredicto a favor del Sí. Luego, en 2014, llegó el referéndum para la plena independencia. El resultado rechazó la independencia por un margen de un 10%. 
Todo lo que el gobierno español está entendiendo mal en 2017, el británico lo entendió bien en 2014. Londres aceptó que los escoceses pudieran abandoner el Reino Unido si demostraban inequívocamente qur deseaban hacerlo. El gobierno británico llevó a cabo una campaña feroz contra la secesión, pero no cuestionó el derecho en última instancia de los escoceses a decidir su futuro. El Acuerdo de Edimburgo entre el entonces primer ministro, David Cameron, y el ministro primero de Escocia, Alex Salmond, legalizó el referéndum y elaboró sus condiciones por anticipado. El resultado del No fue desgarrador para el Partido Nacional Escocés y el movimiento independentista, más amplio, pero nadie cuestionó seriamente la imparcialidad del referéndum. No se enviaron “bobbies” ingleses a destrozar colegios electorales en  Edinburgo o aporrear a señoras ancianas que trataban de votar. 
Detrás de referéndums y plebiscitos está la idea de soberanía popular. Pero ¿legitima eso el “derecho de autodeterminación”, cuando se trata de votar para abandonar un Estado nacional ya existente? Ese derecho es, de todos modos, un derecho colectivo que suena muy bien, que resulta casi imposible de definir, y no digamos ya de hacer cumplir. Se puede hacer que signifique casi cualquier cosa; por ejemplo, los “expulsados” alemanes de la postguerra en Europa Central afirmaban que significaba su derecho a regresar a su tierra natal y desahuciar a los pobladores polacos y checos que les hubieran substituido. 
Todavía menos existe un derecho generalmente reconocido a la secesión (creo que una de las constituciones soviéticas incluía una clausula de ese género, pero nadie se habría atrevido a invocarla). Hasta que el Tratado de Maastricht de 1992 introdujo la política regional, persudiando a los miembros de la UE de que transfiriesen poderes de autogobierno a sus provincias y periferias, algunos miembros de la UE todavía contemplaban hasta la autonomía local como un desafío a la integridad del Estado. Jurídicamente, la mayoría de los movimientos de independencia equivalían a traición.
Pero, por supuesto, surgen movimientos de independencia en el seno de los viejos estados nacionales, y varios de ellos plenamente justificados, y algunos de ellos —el de Cataluña, de hecho — se vuelven tan fuertes que las apelaciones legales a una Constitución o la descarga de balas de goma no bastan para suprimirlos. En ese caso, sólo ayuda un sobrio pragmatismo. ¿Fue verdaderamente tan trágico para Gran Bretaña cuando Irlanda consiguió su independencia? ¿No ha acabado resultando que la salida de  Eslovaquia de Checoslovaquia ha hecho en realidad de la relación entre Praga y Bratislava algo más cálido y fácil de lo que era antes? Resulta difícil imaginar peor forma de abordar el desafío catalán que el acoso legalista y la supresión por la fuerza adoptada por el presidente del Gobierno Mariano Rajoy.
Resulta tentador afirmar que a los gobiernos británicos les resultó más fácil habérselas con Escocia porque Gran Bretaña carece de Constitución. Pero luego, dos años más tarde, se produjo el desastre del referéndum del Brexit. Se convocó por dos malas razones: para resolver las vendettas en el seno del Partido Conservador y porque David Cameron tenía la confianza de que Gran Bretaña permanecería en la Unión Europea. 
Perdió en ambos casos. El cisma en torno a Europa paraliza a su partido hasta el día de hoy. Y los ingleses —aunque no los escoceses —votaron a favor de marcharse. De inmediato, se hundió el fondo de lo que pasa por tradición constitucional. Se supone que Gran Bretaña opera con la arcaica doctrina de la soberanía parlamentaria. Resumidamente, a fines del siglo XVII se despojó a la monarquía de su poder absoluto y se transfirió al Parlamento: ninguna ley o gobernante puede estar por encima de la absoluta libertad del Parlamento de legislar según le plazca. No hay ahí atisbo de soberanía popular.  
En 2016, la mayoría de los diputados del Parlamento Británico estaban a favor de permanecer en la Unión Europea. Pero se produjo luego este inesperado resultado del referéndum, que proclamaba que la voluntad popular era la de marcharse y había que obedecerla. Increíblemente, nadie sabía cuál era la ley de Estado en Gran Bretaña. ¿Habría de prevalecer la sagrada soberanía del Parlamento o la doctrina nada inglesa de la soberanía popular expresada a través de ese referéndum a la moderna? Pero el pánico moral e intellectual en Westminster se vio pronto superado por el pánico político: los diputados que desafiaran a los electores de su distrito en relación a Europa se arriesgaban a perder sus escaños. De manera que la mayoría de los legisladores se tragaron sus principios y respaldaron el camino hacia el Brexit de la primera ministra Theresa May. 
El dogma de la soberanía parlamentaria lo consagró el gran jurista victoriano A.V. Dicey. Pero, lo que tiene su gracia, Dicey cambió de opinión acerca de los referéndums al final de su vida. Temía que sus enseñanzas hubieran creado un Leviatán: un gabinete afianzado gracias a la mayoría parlamentaria que pudiera actuar sin control alguno en absoluto. De modo que propuso referendums “negativos”. Los votantes no propondrían nada, sino que podrían vetar una medida gubernamental que no les gustara a los ciudadanos. Pero nadie se tomó al anciano en serio. Sugerían que simplemente quería que la opinión pública bloqueara dos reformas que le daban pavor: la autonomía para Irlanda y el sufragio femenino. 
El factor central en los referéndums es quién tiene derecho a convocarlos. Formalmente, los referéndums kurdo y catalán fueron ambos ilegales porque ni el gobierno iraquí ni el español los autorizaron (pero la Unión Europea mostró una despreciable hipocresía al desdeñar a los catalanes, puesto que más de la mitad de los miembros de la UE existen sólo porque se desgajaron de estados mayores sin permiso o sin referéndum previo). Algunos lugares —California y Suiza entre otros —han otorgado durante muchos años a un mínimo especificado de peticionarios el derecho a convocar un referéndum. Pero hoy, las redes sociales globalizadas están transformando toda la cuestión de la iniciativa a la hora de votar. Un torrente incesante de demandas organizadas de cambio va extendiendo la costumbre de la democracia directa, que da ya un rodeo a los cuerpos legislativos tradicionales. Los referéndums, vulnerables como son, desde luego,  a demagogos y mentiras, parecen destinados a vehicular la política del futuro.
(1932), polifacético periodista, historiador y ensayista escocés, “acaso el estudiante más brillante que he tenido”, en palabras de Eric Hobsbawm, es uno de los más brillantes intelectuales públicos de Gran Bretaña. Colaborador de The Guardian, The Scotsman, The Observer, The Independent on Sunday o The London Review of Books, ha sido guionista de importantes series históricas para la television británica como The World at War (1973-74), The Spanish Civil War (1984) o The Cold War (1998).
Fuente:
The New York Review of Books, 5 de octubre de 2017
Traducción:
Lucas Antón

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