Italia, Europa, las elites y las izquierdas

Fernando Luengo

11/06/2018

Quienes muestran su preocupación por la deriva antieuropeista del nuevo gobierno italiano, al que acaba de dar luz verde el presidente de Italia, Sergio Mattarella, lo hacen en nombre de Europa, de un “proyecto europeo” que, pese a las dificultades e incertidumbres que atraviesa, es un valor a defender; frente a los que, desde los populismos de izquierda y de derecha y desde los nacionalismos autoritarios y excluyentes, quieren dinamitarlo. La línea está trazada, y no es una novedad; el establishment la desempolva cuando siente amenazados sus privilegios. Entre Europa o el caos; civilización o barbarie. Más Europa, ese es el camino donde, según este discurso, todos nos podemos encontrar, donde todos finalmente ganamos.

Pero ¿qué realidad se oculta detrás de tanta retórica vacía, de tanto europeísmo de salón? Más Europa significa un punto y seguido en la implementación de políticas destinadas a: favorecer la posición dominante de los oligopolios productivos y financieros y de los grandes bancos; reformar los mercados de trabajo con el objetivo de debilitar la capacidad de negociación de las organizaciones sindicales, presionar sobre los salarios y facilitar el despido de los trabajadores; meter las tijeras sobre el gasto público social y productivo y aumentar la presión fiscal sobre las clases medias y bajas; privatizar y mercantilizar los espacios y derechos que garantizan los estados de bienestar; dar el visto bueno a tratados internacionales de comercio y de inversión que suponen una inaceptable cesión de soberanía de los poderes públicos en beneficio de las corporaciones transnacionales; fortalecer los esquemas patriarcales de división social del trabajo, devolviendo a las mujeres a su condición de cuidadoras, supliendo las carencias de las políticas públicas; vulnerar los derechos humanos y los normas internacionales que los recogen en materia de asilo, refugio y libre movimiento de personas; estimular, con el pretexto del terrorismo y la inseguridad, la industria militar; mantener las políticas de despilfarro y destrucción de la naturaleza, que anuncian un cambio climático de consecuencias devastadoras.

Una Europa que, por lo demás, se encuentra en un acelerado proceso de desintegración económica y política. Mientras que Alemania se ha financiado en estos años de crisis a un coste muy reducido o incluso nulo, los países de la periferia han tenido que pagar un plus en tipos de interés para obtener recursos en los mercados. También son muy diferentes las condiciones en las que acceden a la financiación las empresas, dependiendo del país en que se ubican y de su capacidad para operar como grupo de presión ante los poderes públicos; un ejemplo, entre otros muchos que podrían ponerse, es el privilegiado acceso de algunas grandes corporaciones a la financiación en condiciones muy favorables procedente del Banco Central Europeo. Ese proceso desintegrador se observa asimismo en el aumento de la brecha entre las capacidades productivas y comerciales de las economías meridionales del sur de Europa y las del norte; en las diferentes estructuras tributarias existentes dentro del territorio europeo, en la competencia fiscal a la que se han entregado algunos de los socios comunitarios para atraer inversiones extranjeras y en la tibieza con que los responsables comunitarios han tratado los paraísos fiscales; en la creciente brecha social entre las elites y la mayoría de la población y en la pérdida de peso de los salarios en la renta nacional; y en la desigual respuesta de los gobiernos al drama de las personas refugiadas y a la inmigración.

Las anunciadas, con toda la parafernalia mediática de costumbre, reformas de la arquitectura institucional promovidas desde Bruselas y por algunos de los principales think-tanks europeos mantienen e incluso refuerzan el núcleo duro de las políticas implementadas durante los últimos años, apostando por la financiarización de los procesos económicos y por el “todo mercado”. No cerrarán las fracturas y los desequilibrios que recorren Europa, sino que los agravarán.

Añadamos a este panorama el terremoto político que está viviendo Europa. La extrema derecha y los partidos conservadores de derechas se convierten en la piedra angular del cada vez más endeble edificio comunitario. Los nuevos partidos avanzan con un mensaje confuso, donde se mezclan posiciones xenófobas y racistas con una crítica de la burocracia y las políticas comunitarias. Con este mensaje, han recogido importantes apoyos sociales entre las clases populares.

No se trata sólo del ascenso electoral de partidos que, sin disimulo, se sitúan en la derecha extrema o que presentan un batiburrillo de ideas y propuestas de corte populista donde destacan, cada vez más, las que castigan y penalizan a la población migrante y a los refugiados. Estos partidos están canalizando una parte, en absoluto despreciable, del descontento de una sociedad que se sienta estafada y vapuleada por los políticos –de izquierda y de derecha- confortablemente instalados en el establishment, del que, indudablemente, forman parte las instituciones comunitarias, la alta burocracia que las habita y las políticas que estas promueven. Sería un error pensar que se trata de un voto de derechas o que se reconoce e identifica en la iconografía fascista –aunque es evidente que existe este perfil-; tampoco creo que el voto tenga un claro contenido ideológico –a pesar de que sí lo tengan los partidos que han respaldado -. Es un voto que representa a una parte de la población indignada, que ha sufrido la crisis y que no está disfrutando de los beneficios de la recuperación, que es permeable al discurso de “los de arriba y los de abajo”, “nosotros y los de afuera”, tan querido y utilizado por los partidos que están ganando posiciones electorales.

Resulta, en este contexto, preocupante y revelador que la izquierda alternativa y transformadora, muy débil en la mayor parte de los países europeos, no haya sido capaz de atraer a este amplio segmento social de descontentos; sobre todo cuando reiteramos que son legión los perdedores y que la gestión de la crisis ha beneficiado, muy especialmente, a las elites y las oligarquías. En este escenario –convulso, cambiante y amenazante-, en una situación de avanzada –quizá irreversible- desintegración de la Europa comunitaria y de la zona euro, ante el avance electoral de la derecha fascista y xenófoba es más importante que nunca levantar la bandera de Otra Europa.

El eje de la reflexión que debe abanderar esa izquierda no es bajo qué condiciones puede funcionar una unión monetaria, sino si la existencia de la misma es compatible con una política que beneficie a las mayorías sociales. Nuestra apuesta no puede ser preservar ni fortalecer la moneda única, sino preguntarnos sobre las necesidades, los recursos, los actores y, como consecuencia de todo ello, las políticas. Sólo desde esa nueva centralidad alcanza toda su dimensión el debate sobre las instituciones, pues estas cobran todo su sentido si se las relaciona con los desafíos –económicos, sociales y medioambientales- que Europa tiene por delante y las políticas más apropiadas para hacerlos frente. En otras palabras, la cuestión central a poner sobre la mesa es si la actual institucionalidad y las reformas que se quieren introducir en la misma permiten abrir las puertas a una política económica al servicio de las mayorías sociales; o si, por el contrario, esa política económica, piedra angular del discurso crítico, colisiona con el entorno institucional, actual y futuro, y los intereses que sustentan la moneda única. Opino que este segundo es el escenario sobre el que debemos trabajar, elaborar nuestras propuestas e intervenir social y políticamente.

En todo caso, la pregunta de si es posible otra política económica dentro de la zona euro es sin duda alguna, relevante, y, sobre todo, muy actual. Es una pregunta que, por supuesto, no la formulan quienes están convencidos que sólo hay una ruta para gestionar y superar la crisis, o que la política que se aplica está impregnada de una racionalidad indiscutible y universal. Y, claro está, las minorías que están haciendo caja con la crisis tampoco se interrogan sobre su pertinencia, pues, simplemente, es buena para sus bolsillos.

El euro ha sido, desde el principio, el proyecto de las elites. Las reformas puestas en marcha durante los años de crisis y las más recientes refuerzan ese perfil oligárquico. En torno a la nueva constelación de intereses, se está asistiendo a una verdadera “refundación” de Europa y se está procediendo a una sustancial reformulación de las políticas comunitarias, reduciéndose a la mínima expresión las que podrían tener efectos más redistributivos y descartando las que apuntarían a una salida de la crisis cooperativa. La constitucionalización –en los ordenamientos legales de los países y en los tratados comunitarios- de las políticas neoliberales introduce una severa restricción a la hora de formular políticas alternativas a las que ahora se aplican.

Me parece evidente que, desde la actual institucionalidad, se podría haber actuado en otra dirección, pero no ha habido voluntad política. Los grupos de poder han hecho la lectura más conservadora de las herramientas institucionales a su disposición. Más bien se ha puesto toda la carne en el asador a la hora de poner contra las cuerdas a gobiernos, como el griego, que, dentro de la zona euro, buscaban encontrar fórmulas que permitieran reducir la deuda externa y dedicar recursos a su población. La cuestión ha sido eminentemente política. Las líneas rojas las han fijado las elites, por ideología, por conservadurismo, por la influencia de Alemania, por la debilidad y la claudicación de la socialdemocracia…pero también porque en el mantenimiento del estatus quo reforzaron sus privilegios.

Urge situar el objetivo de Otra Europa en el centro de la agenda política, del debate y de la acción ciudadana. Porque existe una problemática que presenta una dimensión europea y global, que trasciende con claridad el perímetro de los estados nacionales. Para enfrentar los intereses de los lobbies y las corporaciones que se articulan al margen de cualquier tipo de regulación, es necesario plantear una acción política europea y global, y acumular fuerzas en esos ámbitos.  

Hay que ser conscientes de que las posibilidades de construir Otra Europa a partir de la institucionalidad actual y de los intereses que se articulan en torno a ella son limitados; de hecho, son cada vez más reducidos. Cuando la zona euro conoce debilidades estructurales que no están siendo bien gestionadas, cuando la captura por parte de las elites de las instituciones y las políticas es evidente, cuando los procesos de desintegración avanzan sin freno, la izquierda transformadora, aunque el eje de la actividad política sea Otra Europa, tiene que contemplar la eventual salida o disolución de la UEM.

En este sentido, resulta imprescindible abrir un debate sobre los perjuicios y los beneficios de pertenecer a la zona euro, entre otras razones, por los elevados costes que tiene para las economías meridionales mantenerse dentro de la misma. Ese debate debe ser complementario con los costes asociados al abandono de la UEM o a su disolución. Ni se puede ignorar ni se debe postergar, pero tampoco cabe simplificarlo. Se trata de un asunto complejo y de gran calado, con importantes consecuencias económicas, políticas y sociales.

Economista, es miembro de la Secretaría de Europa y del círculo de Chamberí de Podemos.
Fuente:
https://fernandoluengo.wordpress.com

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