In memoriam. Antoni Domènech, la afirmación de la tradición republicano-democrática: epistemología, historia, ética y política

Jordi Mundó

26/01/2018

 

El presente artículo es una presentación propedéutica de la obra académica del filósofo Antoni Domènech, fallecido recientemente. A modo de homenaje, se revisarán y reconstruirán sus principales aportaciones científicas y filosóficas a través del hilo conductor que las une todas: el republicanismo. Primero, una reflexión acerca del carácter normativo de la filosofía del conocimiento, conectada con la necesidad de imponer requisitos metodológicos a la deliberación en filosofía moral. Segundo, una reflexión acerca del vínculo del mundo mediterráneo clásico entre ética y política, y de la importancia de la autoelección moral. Se sigue de aquí la crítica a la autonomización moderna de la política respecto de la ética. Tercero, una reflexión acerca de la importancia de tomar conciencia de las tradiciones políticas en las que vivimos y hacemos filosofía. A través del concepto de fraternidad, Domènech reconstruyó conceptual y políticamente la tradición histórica del republicanismo democrático, fundada en la independencia material y en la reciprocidad en la libertad política de los ciudadanos. Pensador profundo y original, fue muy apreciado por su singular capacidad para utilizar herramientas analíticas procedentes de distintos campos del conocimiento para la articulación de problemas fundamentales histórico-filosóficos y filosófico-políticos de nuestro tiempo.

 

1. Introducción[1]

El filósofo Antoni Domènech falleció el pasado 17 de septiembre de 2017 en Barcelona, ciudad en la que había nacido en 1952. Estudió Filosofía y Derecho en la Universitat de Barcelona y Filosofía y Teoría Social en la Universidad Goethe de Fráncfort y en el instituto de Filosofía de la Universidad Libre de Berlín. Desde 1996 era Catedrático de Filosofía Política y Moral de la Universitat de Barcelona. Fue profesor invitado en el Centro para el Análisis económico-social de la École des Ponts et Chausées de París (1990-1991) y en el Instituto de filosofía y ciencias del espíritu de la Philips-Universität de Marburgo (2003-2004). Domènech era un conferenciante excelente, invitado en numerosas universidades europeas e iberoamericanas, frecuentemente en Argentina, México, Chile, Colombia y Brasil. Tuvo desde muy joven una clara vocación intelectual orientada por un horizonte político de emancipación. Tras militar en el PSUC y participar en las luchas antifranquistas de la transición democrática, durante buena parte de su madurez desarrolló una vida eminentemente académica, que en los últimos años se entreveró con su regreso a la actividad publicística de la mano de la revista Sin permiso.[2]

Antoni Domènech estaba dotado de una gran curiosidad científica y filosófica y se formó en una amplia variedad de disciplinas. Se entrenó en el ámbito de la filosofía analítica, con una sólida formación en lógica y en el manejo de herramientas formales, y se especializó en el estudio de la racionalidad, lo que le llevó a relacionar problemas de la teoría económica y social, la cognición y evolución humanas y la filosofía moral clásica.[3] Sin ser historiador de profesión, su erudición y su empeño por hacer inteligibles las dinámicas y tradiciones históricas en las que vivimos y hacemos filosofía le llevaron a embarcarse a menudo en tareas de reconstrucción y reinterpretación histórica de problemas ético-políticos. Descolló tanto por su capacidad inusual de integrar campos habitualmente compartimentados de la ciencia y de la filosofía, como por la originalidad en el modo de plantear y resolver problemas histórico-filosóficos y filosófico-políticos.

Domènech era antes que nada un gran lector, que amaba al lenguaje y que dedicó su vida a cultivar las muchas lenguas que dominaba. Quizás por eso mismo era también un formidable conversador y un vigoroso escritor en lengua castellana, amén de traductor sin tacha. La cercanía de su pérdida impide tener la distancia necesaria para recordar su aportación intelectual con la ecuanimidad que merece, pero la excelencia y la hondura de su obra bien valen un esbozo de la misma. Por eso, y por saber a ciencia cierta que abominaba de los panegíricos, pues decía que la mejor forma de homenajear a alguien es leyendo sus textos, el presente artículo tratará de mostrar propedéuticamente problemas y desarrollos recurrentes en su obra académica a través del hilo conductor que los unió todos: el republicanismo.

 

2. Racionalidad, metodología y filosofía práctica

Antoni Domènech hacía suya la premisa epistémica de que el mundo es uno solo y que la división del trabajo intelectual burocráticamente institucionalizado a menudo no hace sino eclipsar esa evidencia.[4] Una de sus preocupaciones recurrentes tuvo que ver con los a su juicio efectos deletéreos que tuvo la compartimentación de campos del conocimiento en punto al avance, por un lado, en la investigación científico-social y, por otro, en la reflexión en torno a la filosofía del conocimiento y a la filosofía moral. Sus investigaciones en ciencia cognitiva y biología evolutiva nutrieron parte de sus análisis tanto en teoría de la racionalidad como en teorías sociales normativas, alumbrando trabajos serios y originales que abren promisorias líneas de investigación hoy sólo parcialmente exploradas.[5]

En su trabajo sobre racionalidad económica, racionalidad biológica y racionalidad epistémica (Domènech, 1997a), Domènech trató de mostrar que la reflexión metodológica y epistemológica tiene un componente irreductiblemente normativo. Muy crítico con los programas naturalistas en epistemología, sostenía que estos cegaban el juicio normativo pues a lo sumo permitían establecer cómo las fuerzas evolutivas podrían haber construido nuestras capacidades para el razonamiento y la inferencia. Según esta interpretación, nuestra capacidad para hacer juicios acerca de lo epistémicamente aceptable lo estaría fiando todo al éxito evolutivo de los mismos, lo cual se presta al mismo tipo de contraargumento que trabó Moore (1903) al criticar la falacia naturalista en la filosofía moral:

Naturalizar biológicamente la epistemología por la vía de definir lo epistémicamente razonable o aceptable en términos del éxito evolucionario de la especie es cometer una suerte de falacia naturalista: siempre quedará abierta la cuestión de por qué habría de resultarnos epistémicamente razonable sin más todo lo que refuerza el éxito ecológico y/o reproductivo de la especie humana. Pues la pregunta por lo que nos resulta aceptable o razonablemente verdadero (epistémicamente justificable), como la pregunta por lo que nos resulta moralmente justificable envuelve un componente irreductiblemente normativo que no puede ser disuelto con el expediente de una definición meramente naturalista (Domènech, 1997a:251-252).

Para Domènech la búsqueda de juicios verdaderos e informativos requiere la institucionalización de la racionalidad epistémica, mediante la discusión pública acerca de cuáles son los procedimientos más fiables. Es ese uso público de la razón el que permite cribar normativamente qué proposiciones son mejores que otras, mediante un proceso sin fin de equilibrio reflexivo. Para la obtención de conocimiento verdadero no bastan nuestras intuiciones, como tampoco bastan nuestras teorizaciones, sino que todas deben someterse al careo público que permita repararlas y mejorarlas. De modo que las normas de fiabilidad epistémica se alimentan del mundo de los hechos a la vez que pasan por el cedazo de la deliberación pública normativa. Esta tesis acerca del componente irreductiblemente normativo de la filosofía del conocimiento atravesó toda su concepción de la racionalidad.

La preocupación de Domènech por la toma de conciencia metodológica de los problemas normativos en el quehacer filosófico le llevó también a ocuparse de la justificación (moral) de las ciencias sociales normativas. A su modo de entender, el requisito de que la ciencia –entendida como empresa epistémica– deba constituirse institucionalmente como un contexto deliberativo se corresponde con la exigencia de que tanto la filosofía moral como la ciencia social normativa deben también atender a ciertos requisitos metodológicos. En su muy leído y citado texto en el que trataba de este asunto (Domènech, 1998), pretendía advertir acerca del hecho que la moda académica finisecular de las llamadas “teorías de la justicia distributiva” en algunos aspectos había descuidado un aspecto fundamental, a saber que la teorización normativa también requiere de cauces metodológicos que promuevan la discusión y permitan refinar los argumentos morales propuestos, así como los mecanismos propuestos para su práctica. La comprensión de este requisito queda iluminada por una idea que recorre toda su obra epistemológica, filosófico-política y moral: el mejor cauce para la discusión normativa coincide con el principio (“republicano”, apuntaba) de articular una discusión (1) en condiciones de publicidad,[6] (2) que tiene que estar fundada en razones y (3) en la que cualquier participante debe estar dispuesto a dejarse convencer por las mejores razones de los demás.[7]

Domènech trabajó en el asunto de las teorías de la justicia desde mediados de la década de 1980 hasta mediados de la siguiente. Incluso en el libro que escribió a partir de su tesis doctoral, De la ética a la política (1989a), dedicó un capítulo final a discutir algunos principios rawlsianos. Consideraba que la aportación de Rawls había sido fundamental para la superación de las limitaciones del utilitarismo (en particular, de la disolución que supuso del principio de individualidad por mor de la utilidad agregada) y centró su interés en las reformulaciones que proponían algunas de las teorías surgida de la matriz rawlsiana.

Previamente a la elaboración del trabajo “Ética y economía del bienestar: una panorámica” (Domènech, 1996), que puede tomarse como una síntesis de sus investigaciones de ese período, se embarcó en la indagación de la propia noción de justicia. Le interesaba aclarar la distinción histórico-conceptual entre justicia conmutativa y justicia distributiva, y las tipologías dentro esta última, que se agrupaban en torno a dos criterios: la justicia distributiva meritocràtica y las justicias distributivas igualitarias (y su hipotético vínculo con el comunismo marxiano) (Domènech, 1989b, 1993b). Domènech sostenía que las dos grandes doctrinas meritocráticas eran el liberalismo y el socialismo marxiano (entendido como la larga fase de transición que Marx preveía como antesala del comunismo), cada una con sus problemas. “Los liberales”, decía,

proponen la eficiencia general como resultado de la justicia meritocrática realizada por la combinación del mecanismo de mercado con derechos de propiedad privada sobre los factores económicos. Sin embargo, las asimetrías informativas generadas por esa combinación hacen imposible la aplicación del criterio de justicia meritocrática en amplias zonas de la vida económica, en la economía pública estatalizada y en el sector formal de las organizaciones no orientadas al benefició (…). Por otra parte, en los mercados de bienes privados en los que hay asimetrías informativas, la justicia meritocrática quiebra” (Domènech, 1993b:190).

Y sobre el socialismo marxiano, sentenciaba:

cualesquiera que fueran las virtudes éticas o deficiencias que Marx atribuía a esa fase de transición, lo cierto es que todos los intentos realizados hasta la fecha en esa dirección se han saldado con un fracaso en los dos planos, en el ético y en el de la eficiencia económica (ibíd.).

En su discusión acerca de las justicias distributivas igualitarias realizaba agudas reflexiones acerca de hasta qué punto resulta imposible encuadrar a Marx en el mundo de la justicia distributiva. Como sugirió tan a menudo, según él Marx desbordaba los límites de estas concepciones modernas, por cuanto la idea de éste de “necesidades”, tipos de “trabajos” o “abundancia” tenía sobre todo que ver “con el ideal clásico antiguo de autonomía de los individuos”, según el cual “una condición necesaria de la felicidad humana es el control autoconsciente de las propias necesidades” (Domènech, 1993b:193).

En el cambio de siglo, Domènech ya había redefinido por completo el grueso de sus intereses en relación con la ciencia social normativa, hasta el punto de realizar una crítica sistemática a ciertos desarrollos de la misma. Con María Julia Bertomeu (cf. Bertomeu y Domènech, 2005), escribió un texto en el que trataba de mostrar que cierta forma de hacer ética y filosofía política tenía algunos vicios que la hacían inerte, en particular el razonamiento político-moral que se fundaba en supuestos ideales, a-históricos y a-institucionales, que impiden incorporar los sesgos y las asimetrías de la vida social, económica y política. A su juicio, la propuesta de Rawls permitió quebrar la hegemonía utilitarista, que durante cinco generaciones había destruido la conexión clásica entre la reflexión filosófica normativa y el mundo de los derechos y las instituciones sociales, pero a su vez abrió una vía filosófica y políticamente inane. Muy críticos con el revival republicano de finales del siglo XX, consideraban que gran parte de este neorepublicanismo no hacía sino proyectar los vicios de la herencia metodológica rawlsiana, pertrechada ahora con utillaje analítico neoclásico:

La moda republicana ha llegado en un momento en que muchos cultivadores de la filosofía política y de la ciencia política normativa se sienten verosímilmente como eunucos en harem: en un mundo de fascinantes y acuciantes problemas políticos reales, nuevos y viejos, se ven dolorosamente castrados por todo tipo de limitaciones: ideales, pandistribucionistas, a-históricas y a-institucionales. Tal vez eso explique en buena medida la subitánea conversión de tantos ex-liberales, ex-utilitaristas y, sobre todo, ex-comunitaristas a la moda republicana (Bertomeu y Domènech, 2005:65).

A su modo de ver, el “rawlsismo metodológico” (aun con el ropaje neorepublicano) se opone precisamente al “republicanismo metodológico”. La vieja tradición del republicanismo político, decían, ofrece una alternativa metodológica puesto que (1) se basa en una descripción de la pluralidad de motivaciones humanas (frente al monismo motivacional utilitarista y neoclásico); (2) en vez de centrarse normativamente en la justicia distributiva, se ocupa de la extensión social de la libertad republicana en un mundo atravesado por diferencias de clase social; (3) tiene una comprensión histórica e institucional (no meramente psicológico-moral, ni meramente recursista) del problema de la justicia, y (4) que la tradición republicana viene de la teoría política clásica de ascendencia aristotélica (heredada por Marx, sobre cuya raigambre clásica Domènech siempre insistía).

Domènech reclamaba prestar atención a problemas científicos y políticos reales y advertía sobre la necesidad de dotarse de buenas herramientas analíticas para abordarlos. Eso le llevó a ser muy crítico con los supuestos de la racionalidad económica estándar, que le parecían representativos de un modo erróneo de hacer ciencia social. En su texto sobre “Problemas de la racionalidad económica” (Domènech, 2001b),[8] sostiene que si damos por buena la teoría según la cual los agentes económicos son racionales y maximizadores de utilidad, que cuando compiten libremente en un mercado de competencia perfecta alcanzan una sociedad eficiente instalada en la frontera de óptimos de Pareto, entonces esta teoría es empíricamente irrealista.  Domènech aduce que considerar que los agentes pueden actuar en una situación de competencia perfecta equivale a considerar que la comprensión del funcionamiento de los mercados no tiene coste alguno (lo cual parece poco plausible), y que la alternativa de suponer que haya costes entraña algo igualmente irrazonable, esto es que los agentes son omniscientes. Cuando introducimos el riesgo y la incertidumbre en el análisis de la vida social, en el mismo viaje debemos introducir también, por un lado, la dimensión socio-institucional atravesada por relaciones de poder y, por otro, la complejidad de las capacidades cognitivas humanas. En este sentido, para Domènech era inconcebible que la corriente principal de la teorización económica haya estado causalmente aislada de las aportaciones empíricas de la antropología, la sociología, la psicología o la biología evolutiva. La adecuada descripción del pluralismo motivacional humano y el reconocimiento de que los agentes económicos se incrustan en complejos institucionales o estructurales eran a su juicio dos requisitos (metodológicamente republicanos) que la “teoría económica académica” debería tener en cuenta si “quiere algún día dejar de ser pura matemática aplicada e integrarse plena y armónicamente en el resto de la ciencia empírica” (Domènech, 2001b:83).[9]

 

De la ética a la política: autoelección moral y ciudadanía democrática

En De la ética a la política. De la razón erótica a la razón inerte (Domènech, 1989a) realizaba el ejercicio de reconstruir y reinterpretar la formación de la racionalidad práctica moderna a la vez que desarrollaba una demoledora crítica de lo que entendía como la desaparición en el mundo moderno del éthos antiguo, fundamentalmente de la mano del cristianismo y del liberalismo.

Con gran ingenio, Domènech reconstruye formalmente la relación que la filosofía moderna ha supuesto entre Dios y sus criaturas, presentándola matemáticamente como el “juego del Reino de la Gracia”. Mediante una exploración de la comprensión cristiana-occidental del mal y de los fundamentos de la metafísica optimista ilustrada, concluye que ésta o es inconsistente o se compadece mal con la felicidad humana terrenal. Sirviéndose de la teoría formal de la racionalidad, despliega con minuciosidad la tesis de que en el mundo griego antiguo, y en particular en la filosofía del Sócrates platónico, el bien privado es condición necesaria y suficiente del bien público, y que la búsqueda del bien privado y del bien público es racionalmente resuelta por el individuo que tiene capacidad de autoelección moral (el enkratés)[10] en lo que felizmente bautizó como la “tangente ática”. Sostiene que en ese mundo la ética y la política están conectadas. Concluye que la pérdida de esa virtud antigua y la aparición del concepto antropológico privativo del cristianismo culminarán en una separación de la ética y la política, hiato en el que se fundarán las ideas modernas acerca de la vida pública.

En su magnífico –y sin duda insuficientemente conocido– trabajo sobre “Cristianismo y libertad republicana. Un poco de historia sacra y un poco de historia profana” (Domènech, 2000a), Domènech se aplica a ampliar histórico-filosóficamente la tesis cimentada en De la ética a la política, en particular tratando de mostrar la misógina doctrina cristiana, de etiología paulina, sobre la obligada sujeción de las mujeres a los poderes terrenales, que contrapone a la tradición republicana.[11] Combinando análisis histórico y conceptual, sostiene:

El abandono reformado de las pretensiones de poder secular y el retorno a aquella actitud tan paulina de renuncia a la vanagloria mundana que vimos deplorar a Maquiavelo como concausa del debilitamiento del amor a la libertad republicana antigua no podía menos, claro es, de tener efectos seculares. Hobbes construyó conceptualmente su Leviathan, su modelo de estado conforme a la antropología privativa paulina. Leviathan es en la escatología hebrea –¡cómo iba un luterano a servirse de la mitología griega o romana!– un monstruo marino. Hay otro monstruo, en el desierto, Behemoth, mucho menos conocido, pero del que también se sirvió el filósofo del absolutismo, presentándolo como la bestia del caos, como un antiestado dominado por la anarquía, la anomía y el desorden. Y lo hizo en una obra (El parlamento largo)… ¡dedicada a analizar y a difamar los días de la República de Cromwell! Behemoth, el antiestado, era para Hobbes el régimen de libertad republicana (Domènech, 2000a:45).

Una vez diagnosticada la separación de la ética y la política, Domènech revelará que las calas normativas modernas más interesantes sobre el asunto se pueden dividir entre aquellas que tratan de recuperar el pensamiento ético clásico a través de la res publica y aquellas partidarias del imperium, que no resuelven el antagonismo entre la soberanía y la libertad establecidas en el derecho moderno. Se recordará que previamente había establecido que el liberalismo político, hijo de ese hiato, está conceptualmente impedido para cumplir sus promesas:

¿para qué el mercado político si los súbditos pueden ser “virtuosos”, al menos hasta el punto de esforzarse en depositar su voto? (…) Sirve como ficción legitimadora de un orden social que, sobre impedir el “bien privado” de sus componentes, ni siquiera consigue, como promete, la armonía colectiva aun recurriendo in extremis a los restos de virtud ciudadana que tolera la sociedad moderna.

El fracaso intelectual del liberalismo político vendría, pues, del divorcio practicado entre virtud y libertad. Su éxito real, en cambio, de que ha sabido utilizar los rescoldos de virtud ciudadana –visibles en el comportamiento del electorado– que no ha conseguido apagar el sofocante imperio de la “libertad subjetiva” moderna para legitimar un sistema de dominación política y de explotación económica ante sus propias víctimas (Domènech, 1989: 264).

Años más tarde, en su trabajo sobre “Individuo, comunidad y ciudadanía”, precisará este juicio en sentido histórico:

El liberalismo, históricamente considerado, es la respuesta al reto representado por la conjugación simultánea de dos exigencias políticas: la exigencia democrático-republicana de universalizar la ciudadanía (una larga tradición que, arrancando de Ephialtes y Pericles desemboca en Robespierre y Jefferson); y la exigencia republicano-tradicional (el republicanismo, digamos, de impronta latina) de excluir de existencia política no sólo a los esclavos, sino a todos los aporoi, o como dijo Cicerón, a la abiecta plebecula, esto es, a quienes viven por sus manos. La satisfacción de la primera exigencia llevaba a la subversión del “orden social”, amenazaba la estructura vigente de la propiedad; ceder a la segunda era tanto como provocar la secessio plebis” (Domènech, 2000c:41).

Para Domènech será importante el problema de la identidad personal en el mundo moderno (cf. Domènech, 1995). De nuevo, la formación de la identidad personal tiene raíces morales distintas en el éthos clásico y en la racionalidad moderna. Para mostrarlo, presenta el argumento de la Ética nicomáquea de Aristóteles como un asunto de construcción de la identidad personal. Sostiene que, a diferencia de la concepción antropológica cristiana, que supondría la existencia de una identidad personal fundamentalmente heterónoma y fijada, ab initium et ante saecula, la psicología moral que subyacería a la virtud clásica permitiría el juego de la moralidad (esto es, la moralidad misma) en términos de elección (proáiresis) de los fines y de autoelección autónoma mediante el gobierno racional de la voluntad (boulésis), trama y urdimbre que resultan en la formación del propio carácter. De este modo, el enkratés elige lo que quiere y no lo que no quiere, a diferencia del individuo acrático, débil de voluntad, que “no es uno sino múltiple, y en el mismo día es otra persona e inconstante (Aristóteles, 1988:1240b).

Hasta tal punto su filosofía está atravesada por el problema de la autoelección de los individuos que en el prólogo que escribió a su traducción del libro Domar la suerte, de Jon Elster, criticaba al filósofo escandinavo por hacer filosofía de la acción humana habiendo desconectado de una preocupación central en los autores del mundo clásico, a saber:

La cuestión de la autonomía es un tema clásico, central en la filosofía antigua, pero apenas abordado o considerado por la filosofía moderna. Y aunque Elster se refiere con frecuencia a varias doctrinas clásicas sobre la autonomía (a Aristóteles –influido por la reconstrucción de Donald Davidson del problema de la akrasía o debilidad de la voluntad–, al estoicismo y al budismo –influido por Serge Christophe Kolm), tiende a representársela de un modo característicamente moderno: omitiendo que el problema de la autonomía está íntimamente vinculado, en el pensamiento filosófico clásico, con el autoconocimiento, con la lucha contra la ignorancia de sí propio, contra la amathía de los griegos, contra la avija en el budismo. Omitida –o preterida, al menos– la dimensión autocognitiva del problema de la autonomía, todo se reduce a encontrar técnicas (o ‘industrias’, como decía Descartes) de control de las pasiones, de self-management (Domènech, 1991:28-29).[12]

A Domènech le parece fundamental mostrar que este proceso de formación de la identidad personal no se da de forma descontextualizada sino fundamentalmente en interacción con otros. La filosofía moral aristotélica le sirve de vehículo para mostrar de nuevo que la naturaleza normativa de la identidad personal es incompatible con el supuesto de una identidad dada que puede analizarse de un modo meramente descriptivo. Precisamente porque la identidad no está fijada, sino que se elige, la criba moral se produce mediante la relación con los demás, en un proceso de mutuo moldeamiento. Esta idea contiene el vector, presente en toda su obra, de la “virtud erótica”, aquella que tiene la fuerza de cambiar (interiormente) a los humanos. Por eso mismo dará tanta importancia Aristóteles a la amistad consumada (teléia philía), pues no se practica de forma instrumental sino autotélicamente, por sí misma. Para Aristóteles hay una simetría que afecta a la virtud entre el modo que nos tratamos a nosotros mismos y en el que tratamos a los demás: “La disposición que uno tiene para consigo, la tiene también para el amigo” (Aristóteles, 1999: 1171b). Esto es, para Aristóteles las relaciones con los otros, pero también con uno mismo, están construidas “políticamente”. A juicio de Domènech este carácter político de la psicología moral es incorporado de forma cumplida por la tradición republicana clásica, a diferencia de lo que ocurre con el liberalismo:

¿Y cuáles son las móviles de los individuos así entendidos, qué motiva su acción? En este punto, la principal diferencia de la tradición republicana con la tradición liberal me parece ésta: los republicanos tienden al pluralismo motivacional; los liberales, al monismo motivacional (Domènech, 2000c:32).

Esta base aristotélica (y, más en general, del éthos mediterráneo clásico) la encontramos en muchos de sus trabajos fundamentales. En “Individuo, comunidad y ciudadanía” (Domènech, 2000c) elabora, con su acostumbrada acribia histórico-analítica, un argumento de fondo que podría resumirse como sigue. Como ya sostuviera Aristóteles, la pólis es anterior al individuo (Aristóteles, 1999:1253a), esto es: cualquier concepción del individuo que abone la idea de un ser que despliega su moralidad como un átomo aislado está, por un lado, falsificando la naturaleza cognitivo-evolutiva de lo que la ciencia nos cuenta acerca de la naturaleza social de los humanos y, por otro, proponiendo una psicología moral que no requiere del troquelamiento mutuo que propician las interacciones humanas. Un diseño institucional republicano es pues aquél que, al reconocer que la psicología moral es modelable (y autoelegible) mediante las interacciones sociales, crea contextos de parigualdad, que conviven con –y a menudo se confrontan a– contextos de relaciones autoridad o a ámbitos de relaciones de mercado:

Para existir como individuo es, pues, y al menos, necesaria la libertad, es necesario no ser esclavo, no ser tratado como un instrumento, sino como un fin en sí mismo. Y para ser plenamente individuo, para gozar de una plena existencia individual, separada y autónoma, es necesaria la libertad plena. La libertad (plena) no presupone la (plena) existencia ab initium et ante saecula de individuos (plenamente) separados y autónomos, sino que la (plena) existencia separada y autónoma de esos individuos presupone la (plena) institucionalización histórico-secular de la libertad (Domènech, 2000c:29).

Para Domènech, la idea de ciudadanía fundada en esa concepción de la libertad es central en la perspectiva republicana, pues permite enfrentarse a las “hipertrofias e hipotrofias” de las distintas esferas de la vida social; permite encauzar los excesos y defectos de los vínculos sociales de comunidad, de autoridad, de proporcionalidad y aun de los mismos vínculos sociales de parigualdad en los que se inserta la propia relación de conciudadanía. Sin ir más lejos, permite oponer resistencia también a la absorción o anulación de un tipo de vínculo social por otros: las restricciones antialienatorias y antiacumulatorias al uso de la propiedad privada, por ejemplo, tratan de evitar que los vínculos sociales de proporcionalidad (el mercado) socaven las bases de la vida social comunitaria. Domènech sostiene que en la noción republicana clásica, el ciudadano, como individuo plenamente libre, es sui iuris, señor de sí mismo, según la célebre fórmula del derecho romano recuperada por el republicanismo moderno, desde Marsiglio de Padua hasta Kant. Eso quiere decir, por utilizar aquella formulación de Marx que Antoni Domènech contribuyó a hacer visible, que quien es sui iuris puede vivir “sin pedir permiso” (a ningún otro particular, ni tampoco al Estado).

Sostenía que si algo ha caracterizado a esa tradición republicana occidental ha sido el reconocimiento de que en la sociedad civil abundan los sujetos que no son “señores de sí mismos” (sino que son alieni iuris). Pensaba que, de Aristóteles a Marx, pasando por Marsiglio de Padua, Maquiavelo, Harrington, Montesquieu, Rousseau, el grueso de las Ilustraciones escocesa (Ferguson, Adam Smith) y alemana (Kant, el joven Hegel), la tradición republicana ha visto y ha analizado la sociedad civil como un espacio político, esto es, una realidad atravesada por relaciones de poder.

 

Tradición republicana, socialismo y fraternidad

Para Domènech, el neologismo “liberalismo” acuñado en las Cortes de Cádiz en 1812 no sólo se propagó rápidamente por el mundo entero sino que también viajó hacia el pasado. Sostenía que en poco tiempo logró anexarse, por ejemplo, como “liberales políticos y económicos”, a autores como Locke, como Kant, como Adam Smith (o, más atrás, como a Juan de Mariana y aun a buena parte de la escuela de Salamanca). Consideraba que la asombrosa facilidad con que se impuso para la posteridad ese evidente anacronismo era un verdadero curiosum histórico-filosófico digno de estudio por sí mismo. Y tanto más, cuanto que, encima, venía cargado de consecuencias filosóficas y científicas que perviven hasta nuestros días: por señalado ejemplo, en la comprensión filosófica de la llamada “Modernidad”.[13]

Para Domènech, este tipo de distorsión que tornaba invisibles o difícilmente comprensibles las categorías sociales y políticas del pasado abarcaba una miríada de fenómenos, muchos de los cuales sufrieron una severa reinterpretación durante el siglo XIX. Además de la fabricación anacrónica del liberalismo, cabría señalar al menos otras tres: la substitución de la economía política por la mera teoría económica (neoclásica) conectada a su vez con la substitución de la economía política popular por la economía política despótica;[14] la abrogación del lenguaje del derecho natural en las ciencias sociales, unida a la desaparición del lenguaje de los derechos humanos en el derecho constitucional desde 1794 a 1945,[15] y la desaparición en el debate intelectual de la libertad republicana clásica, sustituida por la “moderna” (Constant), que Domènech consideraba emparentada con la idea de libertad expresamente antirrepublicana desarrollada en el XVII por el absolutista Hobbes, generalmente reinterpretada en el XIX como un protoutilitarista.[16]

El núcleo de este diagnóstico venía de lejos. Valga como ilustración que ya en su primer libro abordó la crítica sistemática de las tergiversaciones hermenéuticas en la filosofía política. Ante el “sentido común” filosófico-político contemporáneo, según el cual Kant es “liberal”, sostuvo un argumento histórico-político que ayuda a comprender que a su juicio el mejor Kant es el “republicano”. Domènech presentaba este problema en un momento en el que la salida del armario del Kant republicano era algo un tanto insólito, y menos común si cabe era concederle una credencial de mayor radicalidad que al republicanismo del mismísimo Rousseau:

El más grande filósofo moderno, cuya filosofía moral a menudo ha sido interpretada como mera filosofía del derecho, tiene una concepción de la ley inequívocamente republicana y, por lo tanto, ella desempeña un papel secundario en su ética. No las regula juris, no los modos de resolución de conflictos de intereses, dominan las reflexiones prácticas de Kant, sino la erradicación de esos conflictos, es decir, la realización de la moralidad, de la ‘libertad’, de la ‘virtud’, de la ‘autonomía’ de los individuos. Lo que Kant quiere no es ‘contener’ a los hombres, sino ‘cambiarlos’. Y en eso su republicanismo es más radical que el de Rousseau. Pues al renunciar el ginebrino a la posibilidad de restaurar la bondad natural del hombre en su ‘estado civil’, sólo le quedaba el ‘buen ciudadano’, al que había que ‘contener’ –para que fuera ‘bueno’– con la violencia de la ley (de una ‘ley universal’, por cierto, que encarnaba a la universalidad de la ‘volonté générale’); en tanto que Kant, por el contrario, por no renunciar a la posibilidad de la bondad moral del hombre en ningún caso –y menos, como veremos, en el ‘estado civil’–, aún podía aspirar a ‘cambiar’ a los hombres para que no hubiera necesidad de ‘contenerlos’ (Domènech, 1989: 269).

En 1993, Domènech publica su celebrado artículo “…y fraternidad”, en el que realiza una primera cala sobre el concepto en torno al que haría girar su trabajo de indagación histórico-conceptual una década más tarde. En ese periodo reconecta con su preocupación acerca del problema de la autoelección moral a través de la noción de amistad aristotélica primero, luego contrastando el ágape cristiano con la philadelphia helenística y termina apenas apuntando lo que será el germen del desarrollo futuro del concepto de fraternidad:

La Revolución francesa es cosmopolita, y se entiende a sí misma como tal (sobre todo su ala izquierda, el partido de la Montaña); no como emancipación de un pueblo, de una pólis, de una nación, sino como el comienzo de la liberación de la humanidad entera: se comprende, pues, que haya recuperado el ideal cosmopolita de la fraternidad universal (Domènech, 1993:63).

Al iniciarse el siglo XXI, Antoni Domènech ya ha puesto los cimientos del proyecto intelectual que ocuparía el resto de su vida, que pasaría por una recuperación de la tradición republicana democrático-plebeya, tratando de arrojar luz sobre aspectos no siempre evidentes para la comprensión de lo que se había perdido en el tránsito de la libertad republicana del mundo clásico mediterráneo antiguo a las condiciones del capitalismo del mundo moderno.[17] Su proyecto cristalizaría plenamente con su segundo y último libro, El eclipse de la fraternidad (2004).

Previo a este libro, elaboró una reconstrucción de las nociones de democracia, virtud y propiedad en el mundo antiguo (Domènech, 2003a) en la que, a través de la concepción republicana aristocrática que Aristóteles desarrolla en su Política, describe la naturaleza de la libertad política en la república democrático-plebeya de la Atenas postephiáltica. Domènech mostrará con gran agudeza histórico-analítica –y, muy señaladamente, filológica– la conexión entre virtud y propiedad.[18] Entroncando con su vieja preocupación acerca de la constitución cívica de la identidad personal, mostrará la importancia central de la propiedad para la libertad republicana resiguiendo primorosamente la argumentación aristotélica. Consideraba erróneas las interpretaciones de la libertad en el mundo antiguo asociadas únicamente a la vida pública, pues sostenía que la institucionalización de la libertad republicana aseguraba la necesaria vida privada, pero a su vez evitaba arrojar a los individuos únicamente a una vida privada en la que prevaleciera el interés particular.

A este análisis del mundo antiguo seguía su tesis (reproducida en El eclipse de la fraternidad)[19] de que tanto los conventuales franceses como los founders norteamericanos entendieron el mundo contemporáneo y comprendieron su propia obra revolucionaria como palingénesis de la libertad republicana antigua.

Federalistas y republicanos de tendencia democrática heredaron de la tradición republicana antigua la visión de una sociedad civil escindida en clases y en intereses pugnazmente opuestos, la visión de una sociedad dividida, como dijo Hamilton, “principal y fundamentalmente entre propietarios y no propietarios” (Domènech, 2004:67).

Domènech expresaba a menudo su sorpresa al ver que el neorepublicanismo en boga había perdido completamente de vista el hecho de que para los republicanos americanos de tendencia más o menos democrática el peligro venía de la oligarquización y plutocratización de la República, y que fueron ellos quienes siguieron dando, al estilo del republicanismo clásico, un papel de primer orden a la virtud.

Con ese transfondo histórico-conceptual, el hilo conductor de su segundo libro es la metáfora de la fraternidad, en varias dimensiones.[20] “La fraternidad republicana revolucionaria” de 1789, dice al final de su trabajo, “prometía la libertad civil –la independencia– a todos” (Domènech, 2004:445), esto es: “que nadie domine a nadie, que nadie ‘necesite depender de otro particular’ para poder subsistir” (Domènech, 2004:85). Para Domènech la metáfora conceptual de la “fraternidad” articulaba en un solo concepto todo el ideario programático de la “democracia” en Europa, que se resume en dos aspectos. El primero, en la mejor tradición del republicanismo antiguo, que la democracia republicana jacobina no aceptaba distinguir entre el ámbito político (la loi politique, en el lenguaje de Montesquieu) y el ámbito civil (la loi civil), sino que los magistrados y los funcionarios públicos son meros agentes fiduciarios de la ciudadanía (el “pueblo soberano”); y por lo mismo, tienen que rendir cuentas y pueden ser revocados por la voluntad del pueblo soberano, articulado en una sociedad civil de libres e iguales.[21] Por ello son, dice, unos ciudadanos más, hermanados con el resto.

El segundo aspecto de la fraternidad, el que significa una auténtica innovación en la tradición histórica republicana, radica en su reticencia a aceptar la distinción entre el ámbito civil (loi civil) y el dominio familiar (loi de famille). Fraternidad significa universalización de la libertad republicana, que quiere decir también

elevación de todas las clases “domésticas” o civilmente subalternas a una sociedad civil de personas plenamente libres e iguales. Lo que implica: una redistribución tal de la propiedad, que se asegure universalmente el “derecho a la existencia” (Domènech, 2004:87).

Y será en este mismo sentido en el que propondrá una revisión republicana de la tradición socialista.[22] Para Antoni Domènech, el socialismo no hizo sino continuar esa vieja tradición democrático-revolucionaria al considerar que el mejor modo de garantizar la existencia social de los pobres libres, de asegurar su libertad e independencia, era hacerles propietarios a todos en las condiciones en las que, según Marx, eso era posible en una economía industrializada y tecnológicamente avanzada: haciendo que los productores, libremente asociados, se apropiaran en común de los medios de producción. De este núcleo normativo deriva Domènech una miríada de reflexiones histórico-críticas siempre pertinentes y muy a menudo originales, que le hacen ir desde la descripción del desarrollo de la socialdemocracia hasta el final de la República de Weimar, o desde la concepción de la sociedad estamental de Scheler hasta el fracaso de la revolución bolchevique en Europa o, en fin, desde el análisis de las bases relativistas del fascismo europeo de entreguerras hasta el final de la experiencia de la Segunda República española.

En los años siguientes a la publicación de El eclipse de la fraternidad, Domènech siguió profundizando en todos esos problemas, sistematizando aún mejor y más extensamente conceptos fundamentales en toda su obra, como los de “propiedad, “democracia”, “dictadura”, “soberanía” o “economía política popular”.[23] En esta misma línea, en los últimos tiempos estaba trabajando en una reconstrucción sistemática de la revolución bolchevique. Aunque no le dio tiempo a escribir el libro que tenía en la cabeza, sí alcanzó a elaborar un magnífico texto con motivo de la conmemoración del centenario de la Revolución Rusa de octubre de 1917 (Domènech, 2016a).

 

A modo de conclusión

Antoni Domènech tenía una concepción del mundo profundamente política, en el sentido clásico del término.[24] También de la ciencia y de la filosofía. Su determinación republicano-democrática articulaba sus análisis histórico-políticos, pero también su concepción epistemológica. Entendía que la emancipación de la humanidad toda debe fundarse en el reconocimiento fáctico de las profundas asimetrías de poder que atraviesan las entrañas de la vida social, del mismo modo que juzgaba que el Estado de derecho sólo puede sostenerse sobre la base de la aceptación de nociones como verdad u objetividad. En una actitud filosófica hacia el conocimiento que compartía con su maestro Manuel Sacristán, le preocupaba mucho el potencial corruptor de la vida cívica de perspectivas epistemológicas que, por romanticismo o por interés, socaban la preocupación por la verdad.[25] Por eso fue un crítico inmisericorde de las concepciones epistémicas relativistas.

En el trabajo “El eterno retorno de Calicles. (Sobre filosofía, relativismo y ciencias sociales)” (Domènech, 2005a) reflexiona acerca del desdén en ambientes académicos contemporáneos de la filosofía, las humanidades y las ciencias sociales por nociones como “objetividad”, “verdad” o “racionalidad” cuando se sostiene que cualquier pretensión de verdad no hace sino servir a los intereses de quien la defiende. Para Domènech esto no sólo no es algo nuevo, sino que puede entenderse como una revivificación de la posición de Calicles en el Gorgias de Platón, contraargumentada por Sócrates como una perspectiva autorrefutatoria o, más en general, autonulificatoria. Sostenía que la búsqueda de la verdad no sólo no puede ser banderiza, sino que el grueso de la actividad científica basada en la racionalidad epistémica debe tener un componente inherentemente autotélico, no-instrumental.[26]

Para mostrar didácticamente hasta qué punto el relativismo epistémico está profundamente conectado con la vida política, en sus clases de Metodología de las Ciencias Sociales en la Facultad de Economía y Empresa de la Universitat de Barcelona durante años se sirvió de la siguiente cita de Mussolini, que merece ser vertida aquí en toda su extensión:

Todo lo que he dicho y hecho en estos últimos años es relativismo por intuición. Si el relativismo significa el fin de la fe en la ciencia, la decadencia de ese mito, la ‘ciencia’, concebido como el descubrimiento de la verdad absoluta, puedo alabarme de haber aplicado el relativismo (…). Si el relativismo significa desprecio por las categorías fijas y por los hombres que aseguran poseer una verdad objetiva externa, entonces no hay nada más relativista que las actitudes y la actividad fascistas (…). Nosotros los fascistas hemos manifestado siempre una indiferencia absoluta por todas las teorías. (…) El relativismo moderno deduce que todo el mundo tiene libertad para crearse su ideología y para intentar ponerla en práctica con toda la energía posible, y lo deduce del hecho de que todas las ideologías son simples ficciones. (Este texto de Benito Mussolini está citado en Franz Neumann, Behemoth. Pensamiento y acción en el nacionalsocialismo, trad. V. Herrero y J. Márquez, México, F.C.E., 1983, págs. 510-511).[27]

Domènech, que se definía a sí mismo como “socialista sin partido”,[28] tuvo una vocación muy temprana para la política práctica. Además de apreciar la militancia política organizada, sostenía que leer, pensar y discutir también son formas imprescindibles de hacer política. Por eso no sólo desarrolló análisis histórico-políticos combinando de forma original concepciones y herramientas procedentes de diversos campos del conocimiento, sino que también dio cuerpo a una vocación política programática, que transmitió con inusitado vigor:

No es posible salir de esta grotesca pesadilla, trágicamente enemiga de la civilización y de la unidad básica de la Humanidad, sin destruir políticamente el bloque rentista imperial neoliberal. La experiencia del siglo XX ha enseñado que no es posible destruir ese bloque sin avanzar radical y decisivamente en la desmercantilización del trabajo, del patrimonio natural y del dinero. Se puede conjeturar que el fin de la mercantilización del trabajo, del patrimonio natural y del dinero significaría el fin del capitalismo. Y eso es lo que deben querer hoy los socialistas. Que puedan lograrlo, dependerá una vez más de la inmensa mayoría que es el pueblo trabajador, de su voluntad de combate y de su inteligencia para autoorganizarse racional y democráticamente. Y por lo pronto, de su capacidad para volver a infundir miedo (Domènech, 2015a:122).

 

Descanse en paz.

 

Referencias

 

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Oxímora. Revista Internacional de Ética y Política, 12, 1-22.

 



[1] Agradezco a los editores de la revista Oxímora. Revista Internacional de Ética y Política su invitación a escribir un texto en recuerdo de Antoni Domènech. Acepto con mucho gusto el encargo por lo que entiendo que es la obligación de honrar con la debida gratitud a un maestro y amigo con el que colaboré científicamente durante los últimos veinticinco años. Precisamente, en uno de sus últimos textos publicados, dedicado a homenajear al filósofo Javier Muguerza con motivo de sus 80 años, Toni habló con su habitual perspicacia de las deudas intelectuales y de las complicaciones filosóficas, políticas y psicológico-morales de la obligación ética de la gratitud en el mundo académico (cf. Domènech, 2016b). Barcelona, 22 de diciembre de 2017.

[2] Retomando así la vocación de publicista (en el sentido ya en desuso que siempre dio al término; cf. Domènech, 1981) que había practicado en su juventud en Materiales y Mientras tanto.

[3] En un artículo reciente, Francisco Vázquez García realiza una justa contextualización de las virtudes dianoéticas de Antoni Domènech, a la vez que cita a los que el propio Domènech consideraba sus dos grandes maestros: “Por otra parte, la composición de su capital intelectual, como correspondía a un seguidor de Sacristán, era característicamente híbrida. El conocimiento profundo de la tradición de la historia de la filosofía –aquí fue también estimulante el contacto con Wolfgang Harich– se completaba con una familiaridad inusual, incluso dentro del círculo sacristaniano, con las herramientas de la ciencia social empírica. Dominio de la teoría económica en sus varian­tes clásica y neoclásica, conocimiento del instrumental lógico-matemático más exigente (teoría de juegos, teoría de la optimización, teoría de la decisión racional) e incursión en el ámbito de las neurociencias y de la psicología” (Vázquez Álvarez, 2017:144).

[4] A modo de ejemplo, cf. Domènech, 2003b.

[5] Además de investigar, también tradujo textos de los que decía haber sacado mucho provecho, como el de Robert Nozick sobre la naturaleza de la racionalidad (cf. Nozick, 1995).

[6] Domènech sostenía, con Marx, que la “ciencia privada” no es ciencia.

[7] Idea que entronca con su noción de “racionalidad erótica” (cf. Domènech, 1989b).

[8] Texto basado en una conferencia que dio en la Universitat Rovira i Virgili con motivo de la concesión del doctorado honoris causa a Noam Chomsky.

[9] El sentido de su afirmación no es tanto una objeción a la utilización de herramientas formales (que utilizó profusamente en sus trabajos; cf. Domènech, 1984, 1987, 1989a) como un reproche al sesgo de tratarlas como fines en sí mismos.

[10] Según su propia definición: “el ideal del enkratés, [es el] de la persona que logra imponerse a sí propia sus metapreferencias, de la persona que no se contradice en el silogismo práctico, de la persona que, por decirlo con el apóstol de los gentiles, entiende lo que hace y hace lo que verdaderamente quiere (Domènech, 2000a:43).

[11] Abundó en este juicio en: Domènech, 2000b.

[12] Dicho sea sólo marginalmente, con el paso de los años Domènech se distanció por completo del episodio del “marxismo analítico”. Consideraba que para filósofos como Jon Elster o Gerald Cohen la variante analítica en realidad fue una vía de salida del marxismo. Para una crítica que elaboró a propósito de la muerte de Cohen, cf. Domènech, 2009a.

[13] Cf. Domènech y Bertomeu, 2016.

[14] Cf. Domènech, 2010, 2012a, 2012b.

[15] Para su análisis de la importancia del derecho natural en tradición republicana, cf. Domènech (2009).

[16] Para poner todo este trabajo en contexto, cabe señalar que una de las líneas de investigación públicamente financiadas del “Grup de Recerca en Ètica Economicosocial i Epistemologia de les Ciències Socials” (GREECS) de la Universitat de Barcelona, en cuya fundación en 1998 Antoni Domènech jugó un papel fundamental como Investigador Principal, se ha dedicado al análisis histórico-crítico de estos problemas.

[17] Para ello actuó de espoleta su trabajo de traducción al castellano que realizó del hoy archiconocido libro de Philip Pettit sobre republicanismo (Pettit, 1999). Domènech expresó siempre un gran respeto por la obra de Pettit, a quien además consideraba un buen metodólogo, pero consideraba que su análisis republicano era fallido, por cuanto obliteraba la tradición de la libertad republicana del mundo griego clásico y su conexión con las revoluciones americana y francesa.

[18] Dicho sea de paso, Domènech consideraba que había un componente generacional en su recurrente preocupación por la filología, algo que le ocupó desde muy joven, cuando aprendió latín y griego clásico.

[19] Cf. Domènech, 2004, capítulo 2.

[20] La preocupación de Antoni Domènech por el lenguaje, a la que aludí anteriormente, se extendió al uso de las metáforas conceptuales, tanto para el análisis histórico-crítico como para la investigación psicológico-político-moral. De esto no hay mejor ejemplo que su texto sobre Ortega y Gasset (Domènech, 2006). Se trataba de un trabajo originalmente destinado a formar parte de El eclipse de la fraternidad, pero que fue finalmente descartado por razones de arquitectura general del libro. Sin embargo, visita los mismos temas centrales, orientados aquí hacia una crítica implacable de un trasunto orteguiano que queda bien presentado en el siguiente párrafo: “La metáfora cognitiva del señorito satisfecho, del niño mimado como ‘producto automático’ de la sociedad civil del siglo XIX implica la metáfora cognitiva de la sociedad como ‘ámbito familiar’ que permite al ‘hijo de familia’ consentido ‘hacer lo que le dé la gana’. Resulta incongruo, entonces, acusar a la bárbara puericie de confundir ‘sociedad’ y ‘ámbito familiar’, de tomar a la primera por el segundo, porque la verdad sugerida ha de ser ineludiblemente esta otra: que el hombre-masa ha crecido en –y ha sido malcriado por– una sociedad civil constituida metafóricamente como familia, y no como cualquier familia, sino precisamente como una familia fundada por padres laxamente irresponsables, paternalistamente sobreprotectores, vamos, los patéticos padres que ni saben ni quieren ser padres strictu sensu, empeñados como están en ser amigos o aun hermanos de sus propios hijos” (Domènech, 2006:368-369).

[21] La preocupación por las estructuras fiduciarias es algo que interesó mucho a Domènech, fundamentalmente en el ámbito político, pero no exclusivamente. Entendía que en la vida social hay distintas relaciones que responden a una relación Principal/Agente. Valoraba mucho el potencial analítico (y heurístico) de esta estructura formal procedente de la teoría económica contemporánea consistente en un juego matemático en el que hay un individuo (el Principal) en cuyo interés está la ejecución de una determinada tarea que él mismo –por los motivos que fuere– no puede acometer, razón por la cual necesita del concurso de otro individuo –el Agente– al que tiene que encargar su ejecución. La situación se caracteriza básicamente por el hecho de que, por un lado, no está necesariamente en el interés del Agente realizar esa tarea (de modo que el Principal ha de compensarle de alguna manera por su ejecución) y, por el otro, el Principal sólo tiene cierta información parcial sobre el ambiente en el que el Agente ejecutará su tarea. En esta estructura de interacción asimétrica se corre el riesgo de que el Principal y el Agente tomen decisiones que lleven a un resultado subóptimo. Para evitar esta indeseable suboptimalidad, el Principal tiene que diseñar una inteligente política de compensaciones (los “incentivos compatibles” de la teoría económica). Pues bien, Antoni Domènech rastreó esta estructura en el derecho civil romano (Domènech, 2009) y la aplicó al análisis político y al del funcionamiento de la empresa moderna (Domènech, 2004). Además, quienes fuimos invitados a participar en un curso de doctorado que impartió a principios de la década de 1990 sobre racionalidad y evolución, pudimos disfrutar de su interpretación de esta estructura Principal/Agente en términos biológico-evolutivos (con la Naturaleza –las fuerzas evolutivas– como Principal y cada uno de los organismos como Agente).

[22] Reflexión que continuaría en su extensa y elegante reconstrucción del socialismo, a modo de balance del mismo, en el libro compilado por Mario Bunge y Carlos Gabetta: “Socialismo: ¿De dónde vino? ¿Qué quiso? ¿Qué logró? ¿Qué puede seguir queriendo y logrando?” (Domènech, 2015a).

[23] Cf. Domènech (2009c, 2010, 2012a, 2012b, 2015b). En todas ellas resonaba su preocupación por el sometimiento del ideal de libertad republicano democrático al capitalismo contrarreformado. Un asunto del que ya se había ocupado expresamente cuando proponía un “control democrático de la economía mundial” (Domènech, 2002) o cuándo se preguntaba, con Bertomeu: “¿sobrevivirán las democracias al desafío de unos poderes privados transnacionales neofeudales enormemente crecidos y manifiestamente dispuestos a disputarles con éxito el derecho a determinar democráticamente el bien público?” (Bertomeu y Domènech, 2005:75).

[24] Algo de lo que dieron cumplido testimonio Daniel Raventós y David Casassas en sendos discursos en el funeral (muy político, como a buen seguro habría gustado a Toni) celebrado en el Tanatori de Sant Gervasi de Barcelona el 20 de septiembre de 2017.

[25] Cf. Bilbeny, 1989; López Arnal, 2005, y Domènech, 2005b.

[26] Tesis que ya había esbozado primero en su importante trabajo sobre racionalidad (Domènech, 1997a), que retomó en su texto sobre conceptos metodológicos básicos (Domènech, 2001a) y que amplió en el capítulo de homenaje a Mario Bunge, otro de sus admirados filósofos (Domènech y Bertomeu, 2014).

[27] Cita tomada del prólogo del libro de John R. Searle que el propio Domènech tradujo al castellano (Domènech, 1997b:15, n.5).

[28] Domènech, 2004:10. Una calificación que compartía con su admirado clasicista alemán Arthur Rosenberg.

 

Es miembro del Comité de Redacción de Sin Permiso. Profesor Titular de Filosofía Moral en la Universitat de Barcelona. Ha publicado trabajos sobre ética, filosofía política, filosofía y metodología de las ciencias sociales y cognición social humana.
Fuente:
Oxímora. Revista Internacional de Ética y Política, 12, 1-22.

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