"El miedo fue el éter de la Transición". Entrevista

Juan Andrade Blanco

21/06/2015

Juan Andrade (1980) es uno de los jóvenes historiadores críticos más relevantes de la actualidad. Andrade, doctor en Historia Contemporánea y profesor de la Universidad de Extremadura, publicó en 2012 El PCE y el PSOE en (la) Transición (Siglo XXI), reeditado ahora al calor del cambio de ciclo político.  Carlos Prieto le entrevistó para El Confidencial sobre los parecidos y diferencias entre la crisis del Franquismo y el surgimiento del régimen de 1978 y la situación actual.

Hasta hace poco se había impuesto un relato benevolente (cuando no hagiográfico) de la Transición como mito fundacional. ¿Por qué?

Pues por dos razones básicamente. Una es de tipo generacional. La historia de la Transición se corresponde con la historia vivida por una generación que ha sido y en parte sigue siendo muy activa en la vida política, mediática y cultural española. El problema es que algunos de estos protagonistas han confundido la historia de la Transición con su memoria personal de los hechos y han atribuido al proceso una bondad proporcional al ascenso profesional y social que vivieron durante la Transición y posteriormente. Por eso algunos de estos protagonistas conviven muy mal con los relatos críticos de la Transición, porque los ven como una impugnación a su memoria y también como una impugnación a su papel en el proceso, como un cuestionamiento de sus biografías.

La otra razón es de mayor alcance. Todo proyecto político de país necesita de un mito fundacional que lo legitime. Antes de la Transición España no había tenido un acontecimiento identitario que generase un reconocimiento amplio de la ciudadanía. Constatada esta debilidad, en los ochenta se trató de levantar una identidad nacional renovada sobre dos bases: sobre la base material de un proyecto de modernización del país del que podríamos hablar mucho y sobre la base simbólica de una identificación colectiva de los ciudadanos con la Transición. Para lograr esta identificación colectiva hacía falta un relato que devolviera la autoestima a los españoles al presentarles como un gran pueblo que gracias a la reconciliación nacional, al consenso y a la moderación consiguió recuperar las libertades e incorporarse a Europa. Así que ese relato se convirtió en memoria oficial y en conmemoración constante por todos los gobiernos.

Este relato hiperbólico de la Transición se ha quebrado en parte en los últimos años...

Si en parte se ha quebrado, ha sido por varias razones. Algo ha tenido que ver la normalización historiográfica. Cada vez hay más trabajos rigurosos ajenos a esa memoria y conmemoración oficiales. Mucho ha tenido que ver también la propia inconsistencia formal de ese relato hiperbólico, que se ha movido entre un tono muy naif y una extraordinaria rigidez que le ha impedido incorporar algo de los relatos discrepantes para parecer más ecuánime y verosímil. La verdad es que entre amplios sectores ese relato hagiográfico ya no conmueve y a veces sonroja, aunque también es cierto que el contra-relato crítico empieza a perder frescura y a convertirse, en algunos ámbitos, en moda o consigna.

Pero, en cualquier caso, si ese relato hagiográfico de la Transición ha decaído ha sido sobre todo por la crisis del proyecto político al que iba unido. Este proyecto descansaba al menos en tres pilares: en un sistema político representativo; en un pacto social que generase unos niveles aceptables de bienestar material o, en su defecto, un nivel de conflictividad asumible; y, finalmente, en la integración en una Europa concebida como espacio de normalidad y prosperidad. Hoy el sistema es percibido por mucha gente como poco representativo y corrupto; el pacto social, si es que alguna vez se cumplió, se ha roto definitivamente con la salida antisocial que se le está dando a la crisis económica; y la convergencia europea ya está siendo percibida como una transferencia de la soberanía nacional a instancias no susceptibles de control democrático.   

Dentro de ese relato hagiográfico de la Transición ¿jugó Carrillo el papel de tonto útil? Lo digo porque el contraste entre las abalanzas a Carrillo por parte del poder y el fracaso de su proyecto político no puede ser más acusado…

Bueno, yo creo que primero habría que distinguir el papel de Santiago Carrillo en la Transición del lugar que ocupa en el relato canónico de la Transición. Carrillo era un gran táctico pero un pésimo estratega, y la táctica sin estrategia es, en el mejor de los casos, puro funambulismo. Carrillo fue un dirigente inteligente y sagaz que, sin embargo, tenía un concepto todavía más elevado de sí mismo, un dirigente que pensó que podía hacer frente a una situación sumamente compleja a golpes de ingenio y ocurrencia. Los golpes no surtieron mucho efecto y al darlos tensionó demasiado a su partido.

Por otra parte, si la Transición ha operado como el mito fundacional del actual sistema político, Santiago Carrillo ha sido presentado como una de sus figuras ejemplares: “un dirigente que fue capaz de dejar a un lado el peso lacerante de su tradición desestabilizadora, sus intereses partidarios y personales a fin de llegar a un acuerdo con sus adversarios para traer las libertades a España”. Visto de otra forma, lo que en este relato parece que se celebra de Santiago Carrillo es su capacidad para alejarse del proyecto de ruptura democrática por el que venía apostando el PCE.

Además, como bien señalas, llama la atención que lo que más se valore de la amplia trayectoria de Santiago Carrillo sea su papel durante la Transición cuando al final de este proceso su partido terminó roto por dentro y con unos resultados electorales malísimos. Por mucho que esta derrota sea atribuible a un complejo conjunto de factores, que lo es, indudablemente alguna responsabilidad se le podrá atribuir. Entonces, y así visto, los elogios a Santiago Carrillo resultan ser muchas veces una celebración encubierta de la derrota del PCE y de los proyectos de ruptura democrática en la transición.

La pregunta interesante es si la actitud de Carrillo se prestó a esta utilización de su figura. Para eso no tengo una respuesta definitiva, pero sí la sensación de que Santiago Carrillo fue un dirigente muy preocupado por obtener el reconocimiento de sus adversarios y muy tentado por la satisfacción que le reportaba dejar de ser considerado un paria en el exilio para ser considerado un hombre de Estado. Pero también creo que esto último, más que un rasgo de la personalidad de Santiago Carrillo, es un rasgo de una de las principales culturas políticas del PCE en la Transición: la necesidad de participar en los grandes consensos y de ser homologado y reconocido, en un nuevo contexto más o menos aceptable, por aquel al que no has logrado vencer. Esta ha sido una cultura política fáctica en el PCE e IU durante mucho tiempo, que yo creo que solo se rompe con Julio Anguita.   

Empieza a imponerse la idea de que estamos viviendo una segunda Transición. ¿Está de acuerdo?

Más que en un proceso de transición yo creo que ahora mismo estamos ante algo parecido a una crisis orgánica de lo que se ha dado en llamar el Régimen del 78. Una de las razones de esta crisis orgánica ha sido la crisis económica; es decir, el colapso del modelo de crecimiento de los últimos años y el empobrecimiento y la falta de expectativas vitales que ha dejado tras su implosión, amén de la precariedad y la exclusión social que ese modelo ya venía arrastrando. La crisis económica rompió los automatismos en los comportamientos colectivos y abrió espacio a la difusión de nuevas formas de pensar, de actuar y de plantear soluciones a los problemas públicos.

Yo creo que la fecha simbólica de esa ruptura cultural fue el 15M. Lo que se visibilizó entonces fueron al menos dos cosas. Por una parte, el fracaso de las élites en el desarrollo de un supuesto proyecto de modernización del país y su incapacidad, al mismo tiempo, para sostener un relato aglutinador en torno a ese proyecto y a formas cotidianas de gobierno. Por otra parte, con el 15M se produjo la activación de amplios sectores sociales, que salieron del consenso pasivo, se politizaron de forma crítica y luego pasaron a orientar sus expectativas a la conquista de las instituciones.

Sin embargo, una crisis orgánica no garantiza un cambio de régimen, ni a veces siquiera un simple cambio de gobierno. Una crisis orgánica es un momento de oportunidad donde todo eso puede suceder y todo eso puede frustrarse. A veces el cambio se frustra por el simple desgaste de la movilización o la volatilidad de la voluntad de cambio de la gente. Otras veces – ya que estamos un poco gramscianos - el cambio avanza pero se ve muy limitado por la respuesta adaptativa de las élites, que, en una operación de reformismo preventivo, integran parte de las reivindicaciones de sus antagonistas o cooptan a una parte de sus dirigentes. Hoy día, entre el continuismo gubernamental y el proceso constituyente, hay toda una gama de situaciones posibles, donde lo más probable es que lo ya acontecido suponga al menos un punto de no retorno al estado anterior.

En definitiva, más que como un proceso lineal (y la noción de transición invita muchas veces a ver los procesos de forma lineal), creo que el momento hay que verlo como una encrucijada en la que, al tiempo que se abren nuevos caminos, esos caminos desaparecen si no se toman a tiempo o con paso decidido.

Una de las similitudes más evidentes entre ambas épocas es la dicotomía seguridad/cambio...

En la Transición las opciones electoralmente exitosas fueron aquellas que supieron conjugar cambio y seguridad, los dos polos entre los cuales venía moviéndose el grueso del electorado. Pero eso no significa que tenga que ser así hoy, pues la historia no es cíclica, aunque si en algún momento parece repetirse suele hacerlo, como decía el clásico, en forma de farsa. Hoy se dan condiciones – lo cual no significa que vaya a pasar - para que una opción amplia y aglutinadora de cambio pueda ganar.

Pero además esos valores de la seguridad y el cambio tienen hoy un significado distinto. Detrás de lo que llaman seguridad está generalmente el miedo, y el miedo de la Transición es de distinta naturaleza e intensidad al de ahora. El miedo en la Transición era sobre todo el miedo a que una acción de cambio demasiado decidida provocase un golpe de Estado del ejército. El miedo fue el éter de la transición, una sustancia invisible que lo envolvía todo, que algunos trataban de vencer y otros rentabilizaban.

Hoy el miedo tiene que ver más con la posibilidad de que una opción decidida de cambio acabe con lo que algunos interpretan como el comienzo de la recuperación económica, frene la inversión extranjera, propicie la salida de capitales o encarezca la financiación exterior que se obtiene por medio de la venta de deuda pública.

Aunque también opere el miedo más prosaico a que “España se convierta en Venezuela”, que alimentan de forma más tosca algunos medios de comunicación, hoy el miedo es sobre todo el miedo a, digámoslo de manera metafórica, un golpe de Estado financiero. Y ese es un miedo muy efectivo porque se alimenta de un discurso aparentemente técnico (“los partidos del cambio son un peligro porque desconocen las leyes de la economía”), del reconocimiento de esa coacción evidente (“si voto por el cambio nos pueden cortar la financiación”) o de la sublimación de esta coacción a ese imperativo técnico que la hace más digerible. Efectivamente, se pueden trazar paralelismos entre ambas “amenazas golpistas”, la militar y la financiera, lo que nos llevaría a cuestionarnos cuánto hemos avanzado en términos de democracia y soberanía de la Transición a hoy, pero no hay que dejar de considerar que son dos coacciones distintas.

Los momentos de crisis lo son porque la necesidad de seguridad (eufemismo del miedo) convive con una fuerte voluntad de cambio muy heterogénea, y porque ambas pulsiones conviven muchas veces en el seno de una misma persona. Frente a eso los partidos políticos pueden hacer muchas cosas que se resumen en tres: bien azuzar el miedo y ofrecerse como garantes de la seguridad, bien tratar de vencer el miedo y galvanizar el deseo de cambio de la gente, bien conjugar ambas pulsiones. En la Transición las dos opciones electoralmente exitosas fueron las que conjugaron este binomio del cambio y la seguridad. Primero lo hizo la UCD, contando a su favor con todo el aparato del Estado heredado del franquismo. Y luego el PSOE, que lo hizo con el discurso ideológicamente más aséptico de la modernización y gracias, entre otras cosas, al desplome de sus rivales a izquierda y derecha.

¿Se resolverá el dilema seguridad/cambio del mismo modo que en el 77?

Hoy parece que el PP se erige como garantía de la seguridad y que Podemos y las candidaturas municipales de unidad popular lo hacen como fuerzas del cambio. Habría que ver quién ganaría el pulso a nivel nacional si la confrontación electoral se polarizase en estos términos tan expresos. Quizá una candidatura de unidad popular por el cambio muy muy amplia pudiera hacerlo. Pero otra pregunta interesante sería ¿quién podría conjugar hoy este binomio del cambio y la seguridad de manera electoralmente exitosa, más allá de que el PP hable de reformas y Podemos se afane en no meter miedo? 

La respuesta es que a diferencia de la Transición hoy en día no parece que haya un solo partido que pueda conjugarlo de forma exitosa por sí solo y que, si se conjuga exitosamente, será por medio de compromisos entre varios de ellos. El PSOE, por ahora, es percibido más como un soporte del régimen del 78 que como una fuerza de cambio y la “operación Ciudadanos”, que ha logrado conjugar ese binomio de forma efectiva para frenar en seco la expansión de Podemos por la derecha, no tiene credibilidad para aglutinar en esos términos a una mayoría. 

La conjunción exitosa de cambio y seguridad, tan lampedusiana por otra parte, requeriría a día de hoy de pactos en los que estuvieran los dos o alguno de estos dos partidos, y ahí caben muchas combinaciones, como estamos viendo.

Aunque sean contextos diferentes, el tacticismo del PCE durante la Transición -ese juego de la moderación que llevó a la desmovilización- ¿no recuerda en algunos aspectos a la estrategia moderada de Podemos tan criticada ahora por las bases. ¿Cuáles son los peligros del centrismo?

No solo son contextos muy distintos, sino que no sé si se trata de organizaciones comparables. Pero si jugáramos a hacer una lista de semejanzas y diferencias, probablemente las segundas superasen a las primeras. Ahora se me ocurren básicamente dos. El PCE que entra en la Transición es un partido histórico, al que lastra la imagen deformante que de su historia han difundido cuarenta años de franquismo y otros muchos de Guerra Fría cultural. Me refiero a su identificación capciosa con la URSS y con el recuerdo de la Guerra Civil que tanto rechazo generaban.

Podemos es un partido nuevo cuyo atractivo radica en parte en su novedad y virginidad, con el inconveniente de que, como es lógico, la novedad empieza a diluirse a medida que pasa el tiempo y la virginidad se irá perdiendo en los pactos institucionales. Por otra parte, el PCE era un partido con mucho empaque, con una estructura organizativa muy fuerte por arriba y en la capilaridad social, con una militancia y unos cuadros muy activos en los movimientos sociales, con un extraordinario capital que luego - por las circunstancias, por contradicciones acumuladas y por sus propias decisiones - se dilapida en la Transición. Podemos no tiene hoy todo ese capital humano y organizativo, aunque sí ha tenido la capacidad de generar ilusión y una política de comunicación mucho más hábil.  

En cuanto a la desmovilización, ese es un tema más complejo, porque esta no suele ser el resultado directo - mucho menos hoy - del golpe de corneta de la dirección de un partido. La responsabilidad del PCE en la “desmovilización” en la Transición fue más por omisión que por acción. Pero, cuidado, en la Transición hubo mucha más conflictividad y movilización de lo que suele pensarse, por ejemplo en las fábricas contra los despidos por la crisis económica. Lo que declinó, y en eso la dirección del PCE tuvo responsabilidad, fueron las movilizaciones con mayor contenido político y alcance nacional. Pero no quiero evadirme de la comparación que propones, aunque no la vea del todo viable. Digamos que la responsabilidad por dejación del PCE en la desmovilización fue entonces mayor - en tanto que partido que más la había impulsado - que la que hoy puede tener Podemos - en tanto que partido que ni siquiera existía cuando estos años atrás la movilización ha sido más fuerte -.

Evidentemente hoy día Podemos no se dedica a estimular la movilización social, no son esas sus prioridades, y también es cierto que los buenos pronósticos que ha llegado a tener en las encuestas han generado un espejismo electoral entre algunos sectores afines al cambio que ha redundado en beneficio de una considerable desmovilización, que, por otra parte, también se debe a otros factores.

En cuanto a lo de la moderación, en el libro planteo que esta terapia de la moderación aplicada a dos organismos distintos, el PCE y el PSOE de la transición, tuvo efectos diferentes. Para el PSOE fue revitalizante, para el PCE abrasiva. Podemos es un organismo distinto a estos dos, y al que yo creo que esta terapia de la moderación ni abrasaría ni llevaría a la victoria. También creo que esta terapia le restaría más de lo que le sumaría.  

Dedica un capítulo del libro al papel de los medios de comunicación en la Transición. Dice que se pasó de la censura al consenso, que también era un tipo de límite. ¿Cuáles fueron los límites políticos de dicho consenso?

Sí, en la Transición se pasó de la prohibición expresa de lo que podía decirse al acuerdo tácito de lo que debía decirse. El consenso de la prensa fue el correlato mediático del consenso en el parlamento. Para mí ahí cobra sentido la expresión “parlamento de papel” que suele emplearse para referirse a la prensa de la época. Políticamente este consenso mediático consistió en moverse, a la hora de dar noticias, seleccionar articulistas y redactar editoriales, dentro de los márgenes del proceso de reformas negociado entre el gobierno y la oposición, y luego dentro de los márgenes de maniobra que permitía el respeto a las pautas económicas establecidas en los Pactos de la Moncloa y la arquitectura institucional de la Constitución.

Aquello que se saliera de esos márgenes era presentado en los medios, dependiendo de si eran más progresistas o conservadores, como un arcaísmo o como un elemento de desestabilización. Algunos apelaban al miedo y otros a lo moderno, y para algunos periódicos lo moderno no era el franquismo, pero tampoco los proyectos e idearios del antifranquismo. Es más, con frecuencia presentaban la cultura política del antifranquismo como un subproducto obsoleto de la dictadura.

Además te en cuenta que en un contexto en el que la confrontación política se desplazó en buena medida de la lucha social al debate mediático el consenso en los medios restringió el pluralismo político y el margen de maniobra de otras opciones, que estaban fuera del parlamento o, sobre todo, que convivían dentro de los partidos de la izquierda con representación parlamentaria, que era lo que realmente más preocupaba. Y esa preocupación se puso de manifiesto cuando la mayoría de las bases del PSOE rechazaron la propuesta de González de abandonar el marxismo e impugnaron muchos aspectos de la Transición. Ahí los medios cerraron filas en torno a González como si la crisis en el PSOE, el principal partido de la oposición, fuera una crisis de Estado.

Escribe que los periódicos jugaron un papel fundamental: marcar el paso a los partidos políticos. Al ser la Transición un momento fundacional también para la prensa, cabría pensar que de aquellos polvos vinieron estos lodos: los periódicos en democracia han parecido muchas veces satélites de los partidos políticos y viceversa, quizá más que en otros países europeos. ¿Es así?

Sí, se ha dicho que, como veníamos de una dictadura en la que los partidos estaban prohibidos y no había libertad de prensa, en la Transición se dio demasiado poder a los partidos y demasiada credibilidad a la prensa. Es cierto que la Constitución del 78 y las dinámicas políticas posteriores han generado un modelo partitocrático que desprende mucho miedo a la participación de la gente, y que, de forma paralela y complementaria, se ha gestado un modelo de comunicación muy vertical, basado en el monopolio de la producción y difusión de información por parte de grandes conglomerados mediáticos. Una cosa y otra explican en parte por qué en la democracia muchos medios privados se han beneficiado de su proximidad al poder político, por qué muchos partidos han necesitado y siguen necesitando de un partenaire mediático, por qué hay medios que quitan y ponen candidatos dentro de los partidos o por qué algunos tertulianos defienden a un partido u otro con mayor cerrazón que sus militantes.

Ahora bien, en los últimos años esto se ha roto gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación, a internet, a las redes sociales y al uso que de ellos ha hecho la gente. Esto también ha tenido mucho que ver con la ruptura de los consensos establecidos y la producción de un nuevo imaginario a favor del cambio. Gracias al uso creativo de estas tecnologías de la comunicación se ha roto el verticalismo y el monopolio informativo de los grandes medios y han proliferado formas de producción y difusión directa de la información más plurales y horizontales.

La crisis económica de los grandes diarios no solo tiene que ver con el acceso más barato a la información a través de internet, sino con la pérdida de credibilidad que acarrea la existencia de miles de focos informativos que les contradicen en tiempo real. Y con las crisis de estos grandes medios también ha entrado en crisis la capacidad de producción de discurso de los grandes partidos a ellos vinculados. Por ahí se ha abierto igualmente la oportunidad de cambio, aunque también el riesgo de caer, como apunta César Rendueles, en un cierto ciberfetichismo que te atrape en una realidad social disminuida donde no se pueden tejer las relaciones comunitarias que requiere un proyecto de cambio.

Juan Andrade Blanco (1980) es uno de los jóvenes historiadores críticos más relevantes de la actualidad. Andrade, doctor en Historia Contemporánea, es profesor de la Universidad de Extremadura y publicó en 2012 El PCE y el PSOE en (la) Transición (Siglo XXI), que acaba de ser reeditado.

Fuente:
http://www.elconfidencial.com/cultura/2015-06-14/el-miedo-fue-el-eter-de-la-transicion_881515/

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