EE UU: Videntes y miopes

Harold Meyerson

28/08/2016

Llega un momento en la vida de todas las revoluciones en el que las circunstancias erosionan la solidaridad, cuando aparecen las grietas, divisiones y facciones. Tal como puede atestiguar cualquiera que haya estado observando la Convención demócrata, le ha llegado ese momento a la Revolución de Sanders. Esta vez las facciones presentes no son bolcheviques y mencheviques. Se parecen más a los “realos” (realistas) y “fundis” (fundamentalistas) que se enfrentaron en el seno del Partido Verde alemán una vez que el partido empezó a conseguir poder. No es mala forma de describir las dos alas del sanderismo, aunque  “videntes” y “miopes” valdría igual también.

La circunstancia que más erosiona la solidaridad en una revolución con éxito es el éxito limitado, que trae invariablemente consigo cierto poder y cierto compromiso. Al seguir en la carrera para presionar en favor de cambios en el programa y los reglamentos del Partido Demócrata  —y lo que es más importante, en algunas de sus creencias centrales — Bernie Sanders ejerció y ganó a la vez poder. Las fuerzas de Clinton en el Comité de Programa (o la misma Clinton en las semanas siguientes a la última ronda de primarias) se avinieron a la demanda de Sanders de un salario mínimo de 15 dólares, una ampliación de la Seguridad Social, matricula grauita en colegios universitarios y universidades, una nueva version de la Ley Glass-Steagall y un rechazo de las disposiciones clave del Acuerdo Trans-Pacífico, como los tribunales empresariales privados. Las fuerzas de Clinton en el Comité de Reglamento estuvieron de acuerdo en exigir a la mayoría de los superdelegados en futuras convenciones que emitan su voto de acuerdo con los votantes de las primarias de su Estado. Sanders saludó el programa como el más progresista de la historia del Partido (que lo es), mientras que el delegado de Sanders que presentó el informe del Comité de Reglamentos a la convención la pasada noche [25 de julio], Diane Russell, del estado de Maine, proclamaba: “No ganamos porque nos vendiéramos. Ganamos porque nos pusimos en pie”.

Y cortesía de Wikileaks, Sanders pudo presentar a sus partidarios la cabellera de Debbie Wasserman Schultz [cuya parcialidad contra Sanders en el órgano rector del Partido Demócrata quedó de manifiesto por las filtraciones]. ¿Quién de sus partidarios, deben haberse preguntado los lugartenientes de Sanders, podía haber pedido más?

Los escépticos respecto a Sanders han estado mirándole con aprensión desde que anunció su candidatura, temerosos de que se convirtiera en el Ralph Nader de este año. Sin embargo, nadie que conociese de veras a Bernie podía llegar a creer que no apoyaría en última instancia a Hillary Clinton. En realidad, hizo mucho más que eso. Al desplazar el discurso del Partido Demócrata a otro más adecuado para una época de  desigualdad, y al impulsar al Partido en su programa a comprometerse con causas frente a las cuales que, en el mejor de los casos, se había mostrado rezagado a la hora de adherirse, mostraba de modo preciso a su gente lo que puede lograr el activismo progresista bien encaminado: victorias tangibles en el escenario de la política real.

Esto lo entendieron todos los seguidores videntes de Bernie. Prácticamente todos los que le han respaldado teniendo un historial en el toma y daca de la política real — activistas sindicales, funcionarios electos, líderes medioambientales —han proclamado, como ha hecho Bernie, que la revolución logró con éxito desplazar el partido y su candidata a la izquierda, y que la presidencia de Hillary Clinton, cualesquiera que sean sus limitaciones, crearía la posibilidad de una organización y unas victorias progresistas de importancia, mientras que una presidencia de Trump significaría un reinado de represión.  

El drama del lunes se cifró en ver a cuántos de los partidarios miopes de Bernie —que sólo veían que el nirvana revolucionario tenía todavía que descender de los cielos, y que creían que Hillary y los demócratas estaban simplemente haciendo teatro en su desplazamiento a la izquierda — podían persuadir el mismo Bernie y sus seguidores principales para que vieran la luz. En una reunion de primera hora de la tarde con sus delegados, Sanders detalló todo lo que habían ganado en el camino de las primarias y en el programa, y les dijo que elegir a Clinton era a la vez esencial para el país y un requisito previo para nuevos avances progresistas. Momento en el cual algunos de esos partidarios empezaron a proferir abucheos.  

El rechazo de los intransigentes le condujo a enviar mensajes de texto y correos electrónicos a sus partidarios cuando daba inicio la Convención. “Nuestra credibilidad como movimiento se verá dañada por los abucheos, por mostrar la espalda, abandonar el recinto u otras manifestaciones semejantes”, escribió Sanders en su correo. “Eso es lo que quieren los medios de empresa. Pero no es eso lo que hará que crezca el movimiento progresista en este país”.

Los mensajes de Bernie, la presentación del programa y el reglamento de modo que dejara claro lo que había ganado, y las presentaciones progresistas del lunes — y en el caso de Michelle Obama, brillantemente humanas — estaban claramente calculadas para abrirles los ojos a algunos de los intransigentes de Bernie. Lo mismo vale para las presentaciones de los hijos de inmigrantes indocumentados y otros oradores a quienes les sería difícil argumentar que la diferencia entre Clinton y Donald Trump no era realmente tan grande.

Cuando empezaba la Convención, un nuevo sondeo de Pew mostró que el 88.5 % de los votantes que habían respaldado de modo constante a Sanders a lo largo de las primarias estaba ahora a favor de Clinton. Una mayoría de los delegados de Sanders en la sala de Filadelfia respalda también a Clinton, pero una ruidosa minoría miope ha logrado atraer una desproporcionada cobertura mediática, que siempre favorece a los chillones. Esta desconsolada franja —no solamente los delegados sino también los manifestantes alineados fuera de la zona vallada de la Convención — es gente en su casi totalidad blanca y no inmigrante, es decir, con menos razones que algunos para temer que una presidencia de Trump trastorne sus vidas. Tampoco los manifestantes con los que yo hablé eran preponderantemente del lugar sino que más bien habían venido de todo el país para gritar su rabia y su descontento. En resumen, los miopes representan una fracción de la izquierda, son los de Nader, que vuelven de nuevo. Se trata de gente que no se comprometería normalmente con la política demócrata o con organizaciones progresistas del mundo real, que uncieron su carro a la estrella de Sanders mientras muchos activistas con más experiencia no llegaron a captar el potencial que tenía Sanders para mover el mundo en su dirección más que cualquier otro fenómeno político en muchos años.

Mi intuición — no es más que eso — es que si la elección está reñida, muchos de los miopes sucumbirán de mala gana a un temor muy racional en las dos últimas semanas de campaña, y el voto de Jill Stein, candidata a la presidencia por el Partido Verde, se desplomará como lo hizo el de Henry Wallace en el tramo final de la campaña de 1948. La perspectiva de una presidencia de Trump amedrentará a todos, salvo a las mentalidades más herméticamente selladas.

Cuando el candidato Sanders abandonó el estrado, literal y figurativamente, al cierre de la sesión del lunes, la magnitud de sus logros excedía todas sus expectativas, incluyendo a buen seguro la suya propia. Como he escrito, lo que hizo Sanders no fue tanto crear una nueva Izquierda Norteamericana como revelarla, pero si no llega a aparecer él, no está nada claro que se hubiera revelado. Lo que hizo Sanders fue llevar al centro de la escena del discurso político nacional un ataque explícito al actual capitalismo norteamericano — algo que ningún partido ha llevado a cabo antes o desde los demócratas de 1935–1938 (y luego de forma atenuada), y algo que ninguna figura socialista o socialdemócrata anterior en la vida política norteamericana llegó jamás a conseguir. El momento oportuno, por supuesto, lo es todo: la generación del milenio se ha convertido en la más reticente al capitalismo desde los jóvenes de los años 30, y por las mismas razones: la sistemática disfunción y desigualdad de la economía. El movimiento Occupy hizo sonar la obertura del izquierdismo de esta generación, y campañas tales como “Lucha por los 15 dólares” siguieron tarareándolo.  Pero hasta que Sanders no empezó a lanzar vituperios contra la atrocidad social y moral de nuestra descollante desigualdad en una estentórea alocución tras otra, yendo incansablemente de una ciudad a otra, de un estado a otro estado, siguiendo un programa que habría agotado a la mayoría de los hombres más jóvenes, no se convirtieron su crítica socialista y su respuesta rooseveltiana en lingua franca de jóvenes y progresistas.

La abrumadora ovación recibida el lunes por la noche —de los delegados de Hillary, así como de los suyos propios —reflejaba, me parece, una gratitud más profunda de la que se concede comúnmente a los líderes políticos. Las tribunas morales no consiguen siquiera a menudo un éxito parcial en el mundo de la política real; Sanders, sí. Sanders sabe, aunque muchos de sus partidarios lo ignoren, que continúa una línea de tribunos socialistas norteamericanos —Eugene Debs, Norman Thomas, A. Philip Randolph, los hermanos Reuther, Bayard Rustin, Michael Harrington y Martin Luther King Jr.— cuyos valores y análisis ha heredado, transmutado y aportado a un país que nunca ha estado mejor dispuesto hacia esos análisis y valores. El Valhalla socialista norteamericano siempre ha estado escasamente poblado, pero con certeza Sanders se ha unido allí a sus antecesores. Si su revolución continúa rápidamente, puede que el lugar esté algún día más concurrido.

columnista del diario The Washington Post y editor general de la revista The American Prospect, está considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta columnistas mas influyentes de Norteamérica. Meyerson es además vicepresidente del Comité Político Nacional de Democratic Socialists of America y, según propia confesión, "uno de los dos socialistas que te puedes encontrar caminando por la capital de la nación" (el otro es Bernie Sanders, combativo y legendario senador por el estado de Vermont).
Fuente:
The American Prospect, 26 de julio
Traducción:
Lucas Antón

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