EE UU: Las limitaciones de Hillary y el voto de los inmigrantes

Thomas Frank

Harold Meyerson

23/10/2016

Algunos compromisos de Hillary Clinton suenan francamente bien…hasta que recuerdas quién es el actual presidente

Thomas Frank

El rompecabezas que frustra actualmente a las mentes de los gurús de Norteamérica es el siguiente: ¿por qué Hillary Clinton no ha conseguido machacar sin más a Donald Trump? ¿Cómo es que este bufón vociferante y furioso puede todavía competir con ella? Trump ha trastabilleado ahora en una serie de meteduras de pata de las que rompen una campaña política corriente – esa suerte de hipocresías mortales que acaban siempre con los demagogos en las películas – y, sin embargo, este demagogo en particular sigue adelante. ¿Por qué?
 
Respondamos a esa candente pregunta de hoy de los gurús dando un salto a lo que sin duda será el próximo gran objeto del ardor de los gurús: el legado del presidente Barack Obama. Dentro de dos meses, cuando todo los sabios de la televisión anden jugando a historiadores y dándonos su estimación acerca de dónde situar a Obama en el panteón de los grandes, probablemente se olviden de mencionar que su legado ayudó a decidir la suerte de Hillary en este ciclo electoral. Como amada figura entre los demócratas, por ejemplo, Obama fue fundamental a la hora de asegurar su designación como candidata. Tratándose de un presidente que ha logrado, no obstante, tan poco desde 2011, Obama ha socavado muy mucho la capacidad de Clinton de vendernos otra presidencia demócrata centrista. El legado de él ha diluido la promesa de ella.
 
Déjenme formular esto de modo ligeramente distinto. Hillary Clinton tienes muchas ideas políticas buenas. Promete muchas cosas estupendas.  Que estas cosas no atraigan a un mayor número de votantes a su campo se debe en parte (como han advertido muchos) a su manera de empollona de presentar las cosas. Pero se debe aún más a la flagrante contradicción entre las cosas buenas que dice y el fracaso de Obama a la hora de hacer avanzar la bola en esas mismas cuestiones.  
 
Me agradó saber, por ejemplo, que el programa demócrata de este año contiene un lenguaje contundente sobre la aplicación de medidas antimonopolio y que Hillary Clinton ha dejado caer que tiene la intención de tomar cartas en el asunto como presidenta. ¡Hurra! Emprenderla con esas poderosísimas empresas sería saludable, pensé cuando me enteré de ello, y también algo enormemente popular. Pero caí luego en la cuenta: las medidas antimonopolio dependen en buena medida del presidente y de los asesores que escoge. Si los demócratas piensan de versa que es algo tan condenadamente importante, ¿por qué ha hecho tan, tan poco el viejo jefe de Clinton, Barack Obama?
 
Veamos, si no, este titular, de hace solo unos días: “Clinton promete hacer que Wells Fargo rinda cuentas”. ¡A por ellos, Hillary! Ver cómo un presidente se pone duro con la élite de los bancos y con los directivos en general, eso es algo que todos podemos aclamar. Pero luego esa voz persistente se hizo oír de nuevo: si los demócratas creen que tan crucial ponerse duros con esos tortuosos banqueros canallas, ¿por qué, ay, por qué no aprovechó Barack Obama las muchas, muchísimas oportunidades que tuvo de hacerlo en aquellos días en los que hubiera de verdad importado?
 
Donde esta contradicción se vuelve especialmente tóxica es en la cuestión del comercio. Es esta la locomotora de insatisfacción sobre la que Trump quiere llegar hasta la Casa Blanca, y Clinton ha tratado desesperadamente de neutralizar la cuestión anunciando que también ella se opone al odiado TPP y que deplora asimismo los desafortunados efectos que han tenido ciertos acuerdos comerciales. Y luego abres el periódico y te encuentras que su patrón y protector presidencial, Barack Obama, anda todavía impulsando el TPP con el fin de asegurar su legado.
 
El impulso de reforma sigue cortocircuitándose cada vez que los demócratas tratan de encenderlo. Hablan de la atención sanitaria, y de inmediato tienen que decir cosas como esta sobre el Obamacare: “Es muchísimo mejor que empezar de cero”. Hablan de poner bajo control las matrículas universitarias…y todo el mundo se acuerda que el problema existe desde hace décadas y que los demócratas no han hecho prácticamente nada en todos estos años. El que fue sin duda el peor momento se produjo en la Convención demócrata de julio, cuando la senadora Elizabeth Warren se pronunció sobre el actual estado de la Norteamérica media del siguiente modo:
 
“Echemos un vistazo en derredor. Los norteamericanos se dejan la piel, algunos con dos o tres trabajos, pero los salarios siguen sin subir. Entretanto, sigue subiendo los precios básicos para llegar a fin de mes. La vivienda, la atención sanitaria, el cuidado de los niños, los precios se han disparado. La gente joven se ve aplastada por los préstamos para los estudios. La gente que trabaja está endeudada. Los mayores no pueden estirar los cheques de la seguridad social para que lleguen a cubrir lo elemental”.
 
Fue una poderosa impugnación de lo que Warren denominó un sistema “amañado”…salvo por una cosa: ese sistema lo preside Barack Obama, un hombre que esa misma Convención demócrata estaba decidida a llevar a la apoteosis como uno de los grandes políticos de todos los tiempos.
 
No es de gran ayuda a este respecto afirmar, como hacen los más ardientes defensores de Obama, que el presidente estaba impotente frente al Congreso, y que era por tanto imposible que Obama actuara de modo diferente a como lo hizo durante sus ocho años. Esa palabrería fantasiosa  puede servir para que nos sintamos mejor acerca del actual ocupante del Despacho Oval, pero invalida asimismo las promesas de su potencial sucesora  más eficazmente que cualquier argumento menor que pudiera utilizarse en su contra. Transforma el voto a Hillary de algo moderadamente desagradable a una cosa casi totalmente fútil.
 
El problema inmediato de los demócratas este año es, la verdad, sencillo: resulta duro criticar al poder cuando tu propio líder es la persona más poderosa de la Tierra.  
 
Un problema aún mayor al que se enfrentan es la irrelevancia terminal de su gran y abarcador tema de campaña. ¿Se acuerdan del “hombre de la Esperanza”? ¿De “La esperanza está en camino”? ¿Del “Mantened viva la esperanza”? Bueno, este año la “esperanza” está definitivamente muerta. Gracias al flagrante trapicheo de Obama con la esperanza en los obscuros días de 2008 – seguido de su incapacidad de revertir la desintegración de la clase media – este cliché tan del gusto de los demócratas se ha convertido finalmente en eso: una frase vacía. Hoy, cuando los demócratas entran en batalla contra Trump, se dan cuenta de que su grito de guerra ha perdido su magia. Hillary está descubriendo lo difícil que resulta ganar una elección sin esperanza.

The Guardian, 6 de octubre de 2016

 

El enigma del voto inmigrante

Harold Meyerson

La inmigración es una de las cuestiones definitorias de las elecciones de 2016, pero ¿significa eso que llevará a los inmigrantes a las urnas? Los norteamericanos naturalizados,  que provienen desproporcionadamente de América Latina y Asia, tienen desde luego potencial para conducir a Hillary Clinton hasta lo más alto: en la carrera presidencial de 2012, más del 70%, tanto de los hispanos como de los asiáticos, votó por el presidente Obama. Sin embargo, este año las encuestas muestran que, pese a la amenaza que plantea a las comunidades inmigrantes la perspectiva de una presidencia de Donald Trump, a Clinton no le está yendo mejor contra Trump —y acaso peor — que a Obama frente a Mitt Romney hace cuatro años. De modo semejante, no hay indicaciones claras de que la participación hispana y asiática vaya a crecer de un modo más que progresivo desde sus mediocres niveles de 2012.

Un estudio notable publicado la semana pasada por Manuel Pastor, Justin Scoggins y  Magaly N. López, del Centro para la Integración de los Inmigrantes de la Universidad del Sur de California (USC), documenta el número de minorías recientemente naturalizadas en estados indecisos claves, y demuestra que cuanto más llevan en el país los ciudadanos nacionalizados, más probable es que se inscriban para votar. En las cuatro últimas elecciones presidenciales, se inscribieron para votar aproximadamente el 70 % de los norteamericanos nacionalizados llegados más de treinta años atrás. Los que habían llegado entre veinte y treinta años antes se inscribieron aproximadamente a un ritmo del 60 %, mientras que sólo se había inscrito cerca de la mitad de los que habían llegado en los veinte años anteriores, aunque el ritmo al que se inscribieron fue aumentando lenta y regularmente de las elecciones de 2000 a las elecciones de 2012.

Un forma de contemplar estas cifras es que, como con el resto del electorado, la proporción de norteamericanos naturalizados que se inscriben y votan aumenta a medida que se hacen mayores. Otra deducción a partir de esos datos es que los inmigrantes tienden a votar más a medida que se sienten más en casa en Norteamérica, a medida que la insularidad comunal y las barreras lingüísticas que comparten las comunidades inmigrantes pierden intensidad cuanto más tiempo viven aquí.

Pero hay otro factor que va más allá del alcance del studio de la USC, y que configura el nivel de participación de los inmigrantes en la política norteamericana: el grado en que  las instituciones políticas asentadas funcionan para integrar a las comunidades inmigrantes en la vida política norteamericana. El patrón oro de la integración de los inmigrantes lo fijaron las maquinarias políticas de las ciudades de la Costa Este en el siglo XIX, muy especialmente Tammany Hall, la organización del Partido Demócrata en Nueva York. Los muñidores de Tammany —muchos de ellos inmigrantes irlandeses— recibían a los miles de nuevos inmigrantes irlandeses a medida que desembarcaban en los muelles de Nueva York o en Castle Garden (las instalaciones que precedieron a Ellis Island). Recorrían el barrio, saludaban a los recién llegados y en algunos casos les ayudaban a buscar trabajo (razón por la cual la policía y los bomberos de la ciudad eran tan fuertemente irlandeses). A falta de leyes que regularan la inmigración o la naturalización, aceleraban el proceso de ciudadanía de los inmigrantes y los llevaban a votar por los portaestandartes de Tammany.

Tammany y sus organizaciones hermanas en ciudades repletas de inmigrantes no ganarían nunca premios de buen gobierno, pero sus esfuerzos constituyeron una razón principal por la que la participación de los votantes —en un electorado restringido a los varones blancos—llegó a alturas a las que el país no se ha acercado desde entonces. En épocas posteriores, los grupos inmigrantes de otros países no gozaron del pleno tratamiento a lo Tammany (en parte debida a que la maquinaria dirigida por los irlandeses se sentía de lo más cómoda ayudando a sus colegas irlandeses y tenía completa confianza en que podía contar con sus votos). Los inmigrantes eslavos y polacos del Este de Europa que llegaron después, sobre todo los que trabajaban en comunidades mineras y en ciudades con acerías, tenían, como era habitual, bajas tasas de inscripción y participación como votantes hasta las elecciones de 1936.

De nuevo, fue un conjunto de instituciones diferenciadas y asentadas las que se llegaron hasta ellos para movilizarlos: en este caso, los miles de organizadores de los sindicatos industriales recién creados de la CIO [ Confederación de Organizaciones Industriales] . Igual que Tammany había ofrecido empleo a los irlandeses, la CIO edificó su credibilidad logrando convenios colectivos y salarios más elevados en las minas y fábricas en las que trabajaban los inmigrantes de Europa Oriental. Gracias a los esfuerzos de los organizadores, el número de votantes en las elecciones del 36 fue señaladamente más alto que la cifra de las del 32, desplazando a Pensilvania del lado de los demócratas por vez primera desde la Guerra Civil, y llevando a a las urnas millones de votantes nuevos  —muchos de los cuales vivían en los EE.UU. desde hacía decenas de años — en Chicago, Cleveland, Detroit, y todas las ciudades del Medio Oeste industrial.

Los demócratas que están hoy preocupados por las bajas tasas de participación de hispanos y asiáticos, tienen, por tanto, que sacar las lecciones que Tammany y la CIO tendrían que enseñarnos: puede que la demografía sea el destino, pero siempre necesita un empujón. La experiencia de integrarse en un nuevo país —sobre todo, en un país con diferencias culturales de envergadura respecto al lugar que han dejado los inmigrantes—, es algo generalmente lento y arduo. Es probable que integrarse en el mundo político de su nuevo país les lleve varias decenas de años, a menos que quienes se desempeñan en ese mundo se conviertan en una presencia diaria, familiar y provechosa en las comunidades y las vidas de los inmigrantes.

El único estado cuyo orden politico se ha visto completamente transformado por la inmigración hispana y asiática de los últimos treinta años es, por supuesto, California. La que fuera antaño cuna de la revolución de Goldwater, el estado que nos dio tanto a  Richard Nixon como a Ronald Reagan, es hoy el más azul [color de los demócratas] de los estados azules, y ciertamente, el único estado grande del país en el que los demócratas controlan tanto la asamblea legislativa como el puesto de gobernador (y desde luego, todos los cargos del estado). Eso sucede en parte porque California es un estado en el que las minorías son mayoría y en el que el mayor grupo étnico (39 % de la población del estado) son hispanos. Pero las cifras nunca lo dicen todo. Tejas es también hispana en un 39 %, pero Tejas es tan roja [color de los republicanos] como azul es California.

La diferencia —como sucedió en el caso de Tammany y los irlandeses, y el CIO y los europeos del Este — es que una institución asentada se dio cuenta de que iba en interés propio integrar a la inmensa población inmigrante de California en el sistema político del estado. Esa institución fue el movimiento sindical, que dirigía en Los Ángeles un genio de la política, Miguel Contreras, que tomó el timón de AFL-CIO del condado de Los Ángeles —un  grupo de más de 300 sindicatos locales — en 1996. El sentido común convencional en décadas anteriores era que Los Ángeles resultaba demasiado grande, demasiado desparramada, como para que alguien mandase gente para que se  patearan los distritos. Pero Contreras mandó a los vecindarios latinos a miles de ellos, escogidos de modo desproporcionado de secciones locales que comprendían inmigrantes de lengua española (sobre todo porteros y trabajadores de hotel).

En 1994, los republicanos del estado habían empezado a librar su propia guerra contra los inmigrantes al respaldar la Proposición 187, que negaba todo servicio público a los indocumentados, y Contreras estaba decidido a que, llevando nuevos votantes latinos a las urnas, el sindicalismo les haría pagar a los republicanos el precio de su locura de vituperar a los inmigrantes. Vaya si pagaron: para el cambio de siglo, los distritos anteriormente republicanos del congreso y la asamblea legislativa que rodeaban el condado de Los Ángeles habían pasado todos a tener representación demócrata, dentro de un proceso que ha desplazado a California firmemente del lado de los demócratas y ha creado políticas públicas —muy recientemente, un salario mínimo de 15 dólares en todo el estado —beneficioso para los inmigrantes anclados en la economía de bajos salarios.

Por contraposición, en Tejas el movimiento sindical no ha desempeñado ningún papel comparable en la comunidad hispana, en buena medida debido a que, a diferencia de lo que ocurre en California, apenas existe movimiento sindical en Tejas (un estado de los del derecho-a-trabajar [leyes antisindicales]. En años recientes, algunas fundaciones progresistas se han comprometido con la tarea, pero la suya sigue siendo una lucha claramente cuesta arriba.  

Hoy en día, los mayores esfuerzos por introducir a los inmigrantes hispanos en el proceso politico los acomete o financia el sindicalismo, la AFL-CIO y el Service Employees International Union, sobre todo (la AFL-CIO de California también ha tenido éxito a la hora de acrecentar la participación de los asiático-norteamericanos y el voto demócrata en este estado). Pero para tener éxito a una escala que garantizara mayorías demócratas seguras, esos esfuerzos necesitan ese tipo de presencia regular que tenían la maquinaria étnica urbana y los sindicatos industriales en el seno de las comunidades inmigrantes de su época. Tras decenios de ataques que lo han debilitado, el sindicalismo está demasiado empequeñecido para afirmar ese tipo de presencia incesante, y ningún otro grupo dispone de los recursos o la credibilidad como para ocupar plausiblemente su lugar. Lo cual es una razón de peso por la cual hispanos y asiáticos, pese a la amenaza que para ellos supone Donald Trump, no aparecen en cifras suficientes para hacer de las elecciones de este año el aplastante triunfo demócrata que debería ser.  

The American Prospect, 22 de septiembre

(1965), doctor en Historia por la Universidad de Chicago, es columnista de Harper´s Magazine y ha colaborado con The Wall Street Journal, Le Monde Diplomatique, The Nation, The Washington Post e In These Times. Importante analista político y sociológico, entre sus libros más conocidos se cuentan The Conquest of Cool [La conquista de lo cool, Alpha Decay, Barcelona, 2011), What´s the Matter with Kansas (2004) [¿Qué pasa con Kansas?, Ed. Antonio Machado, Madrid, 2008], The Wrecking Crew, How the Conservatives Rule (2008), Pity the Billionaire [Pobres Magnates, Sexto Piso, Ciudad de México, 2013] y el recientísimo Listen, liberal.
columnista del diario The Washington Post y editor general de la revista The American Prospect, está considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta columnistas mas influyentes de Norteamérica. Meyerson es además vicepresidente del Comité Político Nacional de Democratic Socialists of America y, según propia confesión, "uno de los dos socialistas que te puedes encontrar caminando por la capital de la nación" (el otro es Bernie Sanders, combativo y legendario senador por el estado de Vermont).
Fuente:
Varias
Traducción:
Lucas Antón

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