Cómo nos embaucó el lenguaje con la austeridad

Zoe Williams

22/02/2018

Una y otra vez se usan las mismas metáforas engañosas para hablar de la política económica. Nos hace falta un nuevo encuadre.

¿Qué piensa la gente que es la economía? ¿Cómo cree que funciona? ¿Cómo creemos que funciona, si es que pensamos que funciona en algo? La New Economics Foundation, en su informe, Framing the Economy, [Para encuadrar la economía] llevó a cabo cuarenta entrevistas en profundidad en London, Newport, Glasgow, Wolverhampton y Hull, al objeto de encontrar puntos comunes de entendimiento. Aunque cuarenta es una cifra relativamente reducida, los investigadores buscaban imágenes, metáforas, certezas y agujeros negros que aparecían una y otra vez, a lo largo de regiones y demografías.  

A partir de estos tropos, han podido trazar de qué modo, desde 2010, la agenda de austeridad del gobierno de coalición (británico, de conservadores y liberal-demócratas) supo jugar tan bien con las esperanzas y temores de la gente; de qué modo el apego del público a ello resultó tan tenaz. De qué manera, aun cuando la política fracasara a la hora de estimular la economía del modo en que se había prometido, todavía resultaba aparentemente resistente al contraargumento. Hasta cuando ya era claro, en todo el país, que tenia consecuencias demoledoras en la experiencia vivida de la gente (los discapacitados se quedaban sin prestaciones y después de semanas de agonía se desahuciaba de sus casas a las víctimas del experimento del crédito universal [sistema introducido en 2013 por los conservadores que substituía a otras prestaciones sociales y acabó teniendo efectos desastrosos]), la noción misma – que teníamos todos que apretarnos los cinturones, y que eso era lo que resultaba responsable hacer – se mantenía curiosamente boyante.

En todo caso, cuanta más penuria se causaba, más necesario resultaba para muchos aferrarse al relato. Y todo esto se veía apuntalado por nociones profundamente asentadas acerca de cómo “funcionan” las cosas. Se veía la economía como un contenedor, la metáfora más frecuente era la de un cubo: alguna gente ponía y otros sacaban. Se veía también como dinero en efectivo, casi exclusivamente, y con otros encuadres – productividad, inversión – a los que rara vez se les echaba un vistazo. Según la definición del cubo, la economía era finita y los desastres económicos eran resultado de que había demasiada gente sacando y no había suficiente gente poniendo.

Evidentemente, podríamos darle a esto un giro de izquierdas y decir que la gente que no ponía lo suficiente eran los evasores fiscales y la gente que sacaba demasiado eran las empresas rapaces. Pero sabemos intuitivamente que cualquier discusión centrada en este contenedor herrumbroso y no lo bastante grande mantendrá a los económicamente improductivos de aliviadero: un país dividido entre los que dan y los que toman puede volver su ira ocasionalmente contra los ricos, pero eso no abatirá su furia contra los pobres.

De manera nada irrazonable, dado el derrumbe financiero y sus consecuencias en todo el mundo, se veía la economía como algo intensamente volátil, vulnerable a grandes fuerzas cuya naturaleza real caía en un agujero negro cognitivo: las “fuerzas del mercado” se veían como algo determinante pero absolutamente misterioso. Palabras como “caída” y “batacazo” eran ubicuas. El lenguaje era el de un desastre natural, y resultaba extremadamente inusual ponerlo de nuevo en relación con cualquier responsabilidad humana, salvo que no quisieras sacar demasiado del cubo. Esto puede explicar la paradoja de que, si bien la desigualdad se ve como algo malo, hay muy poco apoyo a políticas redistributivas; la asimetría puede ser destructiva, empero, como un suceso meteorológico, algo que está más allá del ingenio del hombre corregir.

A Dora Meade, directora de la investigación, le chocó “la ubicuidad y el grado de fatalismo”. Si combinas la impresión de que la economía es algo que rebasa la comprensión o el control de una persona normal con la sensación de que el sistema está amañado, la gente se queda con la sensación de que es muy poco lo que puede hacer. No hay papel para la población en general, aunque ésta crea que está inservible y es injusto”.

Quizás el elemento más deprimente es que, cuando se le pedía a la gente que describiera o imaginara una economía funcional, saludable, la gente se volvía siempre hacia un pasado idealizado, cuando los salarios eran elevados, la desigualdad era reducida y éramos más “autosuficientes”. Lo que aquí reverbera no es la austeridad sino los argumentos del Brexit: la gente no culpaba directamente a la inmigración de los bajos salarios sino que imaginaba un pasado en el que los salarios eran más altos, y vinculaba esa nostalgia a una era de autodeterminación cuya erosión sólo puede haber llegado, lógicamente, de otra parte.   

El informe continúa describiendo los encuadres e imágenes económicos que podrían conseguir que nos sintiéramos de modo distinto, menos impotentes, más optimistas: pero antes de que podamos hablar acerca de la economía como un ecosistema que fomenta el sentido y la satisfacción, en lugar de ser un cubo rebosante de dinero, nos hace falta tener el valor no de las convicciones propias sino de la propia confusión.

veterana columnista del diario británico The Guardian.
Fuente:
The Guardian, 16 de febrero de 2018
Traducción:
Lucas Antón

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